En medio de la vorágine electoral son varias las voces que nos hablan de la imposibilidad de distinguir entre las propuestas programáticas de los dos candidatos que se enfrentan el 17 de diciembre. Más aún tras los resultados de una primera vuelta que obligó a la práctica de lo que parece ser un nuevo ejercicio cívico: tragarse las palabras.

Una vez pasado el estado de impresión inicial es posible volver a mirar el mapa político. Su geografía nos muestra al candidato por Chile Vamos, Sebastián Piñera, intentando captar al electorado democratacristiano, lo que amenaza con difuminar más aún sus diferencias respecto de la Nueva Mayoría. Con el fin de comprender qué es lo que está en juego en dicho acercamiento conviene analizar los hechos y el ideario que inspira a sus protagonistas desde otro ángulo. Propongo repensar el espíritu de los programas de gobierno a partir del significado de la política. Éste emerge cuando preguntamos por qué nos importa.

Todos lo sabemos, pero a veces lo olvidamos. La política importa porque son sus actores quienes establecen las condiciones en las que se desarrollan la existencia individual y la vida común. Ello, a partir del trabajo legislativo en el que cristalizan los valores morales de las respectivas ideologías a las que adscriben. Una rápida mirada sobre las tradicionales —a saber, conservadurismo, socialismo, comunismo, socialdemocracia (o tercera vía) y liberalismo— nos muestra que es esta última la peor representada. La pregunta que surge es ¿por qué?, y la respuesta parece darse en un tablero de juego donde los malos, aparentemente, son los liberales. De ahí que una revisión de sus principios o pecados, dependiendo del prisma con que se miren, sea útil para comprender algunas diferencias entre los diversos programas según su cercanía o distancia al acervo liberal.

Los siete “pecados” del liberalismo son: confiar en el individuo; sustentar su propuesta de mercado en las fuerzas creativas y destructivas; creer en la capacidad de sobreponerse a la adversidad; defender la libertad de cada quien para significar lo que entiende por su felicidad; exigir la existencia de un Estado de derecho; promover la competencia en lugar de los monopolios propios de los países con resabios mercantilistas; y comprender que, en política, no existe fuerza terrena capaz de controlar el misterio de los destinos humanos.

El mejor representante de los siete pecados liberales es Steve Jobs, creador del i-Phone.  En un video que circula por las redes sociales él sintetiza la vida del pecador liberal con tres historias biográficas. La primera cuenta la imposibilidad de comprender hoy el por qué de los sucesos en nuestras vidas, su inasible misterio y, por tanto, el fracaso de toda planificación. La segunda describe el momento en que es despedido por su propia compañía. De su narración trasunta cómo confiar en las capacidades creativas y la resiliencia de las personas hace la diferencia entre una derrota jamás superada y el abrazo de un nuevo éxito. En la tercera historia Jobs nos habla de su comprensión de la felicidad a partir de su experiencia con la muerte, que le llegaría pocos años después.

Es indudable que para que aflorara el talento de Jobs, quien nunca se graduó de la universidad, eran necesarias condiciones mínimas como un Estado de Derecho y un mercado competitivo, además de una red social básica cuya importancia ha sido reconocida por próceres del liberalismo como Smith y Hayek. Sin embargo, a partir del ejemplo de Jobs nos queda la pregunta: ¿qué tiene de pecaminoso el pensamiento liberal? “Que no es solidario y no se hace cargo de las fallas del mercado”, suele ser la respuesta.

Lo cierto es que el remedio no puede ser un Estado omnipresente. Y es que mientras mayor sea su tamaño, menos solidarias son las personas, si total, para eso está el Estado. Por otra parte, prácticamente en todas las fallas importantes del mercado nos encontramos con la invisible mano de un Estado que favorece a ciertos grupos económicos quebrando los principios del Estado de derecho. Y entonces, ¿cuál es la diferencia?

Las diferencias están dadas en que hay dos tipos de Estado. Uno provee una red básica de apoyo y es parte de las condiciones del desarrollo de personas como Jobs y del fortalecimiento de la sociedad civil, mientras el otro ahoga toda iniciativa solidaria privada (como se observa en el intento de estatizar la Teletón o en la inexplicable demora en aceptar la ayuda del SuperTanker). El primero funda su legitimidad en el respeto a los derechos fundamentales, mientras el segundo lo hace desde la creación de una necesidad artificial que justifica su permanente expansión: la existencia de un Estado que nos persuada de qué es lo bueno y lo malo, tome nuestras decisiones bajo su responsabilidad y planifique nuestros destinos.

 

Vanessa Kaiser, doctora en Ciencia Política Pontificia Universidad Católica de Chile

 

 

FOTO: RODRIGO SAENZ/AGENCIAUNO

 

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