Las dos organizaciones empresariales más importantes del país cambiarán a sus máximos dirigentes en los próximos meses, y la Sofofa y la CPC están en proceso de “búsqueda” bajo un interés periodístico mayor al de otras épocas.

Desde hace algún tiempo la actividad empresarial es objeto de “fuego cruzado” en nuestro país. Primero fue la agenda de los “abusos”, luego el discurso de la desigualdad y, por último, el proyecto político de los llamados derechos sociales, que ha criticado la expansión del mercado —de los empresarios— a ciertos ámbitos de los cuales su lógica debería estar excluida. Llevamos cerca de una década de cuestionamiento sostenido, en que se reclama al mundo empresarial que cambie sus prácticas, que se gobierne de manera diferente, que se relacione con la sociedad de una manera distinta, que se ajuste a una sociedad que “cambió”.

Que la sociedad contemporánea ha cambiado es una verdad indiscutible. Los últimos treinta años aproximadamente mil millones de personas se han incorporado al mercado del consumo en el mundo y probablemente otros mil millones se incorporarán en una o dos décadas más. Esto ha significado, junto a la revolución de las comunicaciones, que hemos entrado a la llamada sociedad de masas. Consumo masivo, crédito masivo, medios de comunicación masivos, masificación del automóvil.

El cambio ha sido provocado por personas que han salido de la pobreza para pasar a la clase media, o sea, que han dejado un régimen de subsistencia dependiente del Estado, para convertirse en consumidores que deciden, que se sienten —porque son— titulares de derechos, que han ingresado a ese conjunto difícil de definir que llamamos opinión pública.

Sin embargo, este cambio ha venido acompañado de una situación paradojal: junto con ganar poder han mantenido, o incluso incrementado, su situación de anonimato.  Forman parte de la sociedad de masas, el incremento de poder no ha venido aparejado de un incremento de reconocimiento. Por ello, en buena medida el progreso ha traído satisfacción, pero también una dosis de frustración.

A lo anterior, se agrega un aumento enorme de la incertidumbre. Lo que se ha ganado en progreso ha cobrado su precio en inseguridad, las personas saben que la empresa en que trabajan puede venderse, las crisis han acortado sus ciclos y en cualquier momento un bajón de la economía mundial los puede dejar sin empleo, o bien un cambio en el mercado o la emergencia de una tecnología nueva. En fin, son muchos los factores que producen una suerte de estado permanente de ansiedad.

Esto ha afectado fuertemente la relación de las personas normales con las elites de distinto tipo, pero especialmente aquellas que manejan cuotas de poder. Porque la inseguridad se traduce como desconfianza en todo aquel que puede tomar decisiones que “me afecten”. El estado natural de desconfianza hace, además, que las personas estén abiertas a creer todo tipo de teorías conspirativas, a pensar que en alguna parte hay “poderosos arreglándose entre ellos”.

La respuesta que las sociedades más avanzadas han desarrollado, así como la teoría sociológica y la política, tiene que ver fundamentalmente con el fortalecimiento de las instituciones. Esto significa, en concreto, organizaciones que funcionan bajo un estatuto conocido, que provee de transparencia y predictibilidad a sus actuaciones.

Alguien podría decir “nada nuevo bajo el sol”. Es verdad, solo que este sentido de institucionalización, que el Estado liberal vivió hace dos o tres siglos, ahora se demanda a todo nivel y por igual al sector privado empresarial, a las organizaciones deportivas, y hasta a la ciencia y las ONG. El estilo campechano, en que las cosas se solucionaban en una buena comida, con una copa de vino, “entre caballeros”, no hace más que arrojar chispas en una pradera que está muy seca.

Por esta misma lógica se rechaza que las personas transiten de un grupo a otro: la política y la empresa están especialmente bajo vigilancia. Los vasos comunicantes entre los cargos políticos y los gremiales empresariales son un riesgo grande ante los ojos de una sociedad estructuralmente desconfiada. Del mismo modo, la forma en que los dirigentes empresariales se relacionan con los políticos está sujeta a escrutinio, la demanda es que sea en encuentros formales, públicos, con agendas transparentes. Ser “amigos” hoy no es una ventaja, es un problema. He leído en la prensa que los empresarios entregarán sus propuestas a los candidatos presidenciales y me parece un error. Pienso que deberían subir primero esas propuestas a sus páginas web, entregarlas así a la comunidad y luego, en un gesto simbólico, llevarlas a los candidatos.

Todo lo anterior explica, en buena medida, que la sociedad actual valora tanto los procesos como los resultados, si es que no más. Esas negociaciones sobre los eventuales candidatos que dan material para artículos de prensa, sólo dan la imagen de “poder moviéndose en las sombras”. El proceso electoral importa tanto o más que el resultado de la elección misma, debería ser transparente, con candidaturas abiertas y francas que van a un mecanismo de elección.

En fin, los empresarios son muy importantes en el mundo contemporáneo; de sus decisiones viene la mayor parte del progreso del país y determinan la vida de la mayoría de los chilenos. Es razonable que las personas les demanden un tipo de comportamiento: institucional. Con todo lo que ello implica, aunque algo que parece tan simple signifique —y de hecho significa— un cambio cultural copernicano.

La época de dirigentes con “muñeca”, que hablaban golpeado, que se movían como pez en el agua en la política, está superada. Esta es la época de instituciones con decisiones y procedimientos transparentes. Es lo único que genera confianza.

 

Gonzalo Cordero, #ForoLíbero

 

 

FOTO: RODRIGO SAENZ/AGENCIAUNO

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