A menos de quince días de la elección presidencial de Estados Unidos, todos los sondeos apuntan a que Hillary Clinton acabará imponiéndose en las urnas a Donald Trump. Y de esa forma esta campaña electoral quedará en la historia política estadounidense como una de las más agresivas y polémicas. Si finalmente ella logra reunir la “cifra mágica” de 270 votos electorales y gana la Presidencia, habrá garantizado cuatro años más de permanencia de los demócratas en la Casa Blanca. Pero, ¿qué ocurrirá con Trump?

Lo más probable es que desaparezca de la escena política y regrese al mundo de los negocios (o de la farándula). Aun así, la realidad es que su paso por la política ha tenido un profundo impacto. Y no precisamente positivo.

Cuando en febrero comenzó la carrera por la nominación republicana, Trump era uno entre 17 precandidatos y su nombre, lejos de despertar entusiasmo, provocaba risas y chistes. Pero cuando en julio pasado se oficializó su candidatura en la convención del partido, ya nadie reía.

Sin embargo, hoy en las filas republicanas ya son muchos los que asumen que Trump perderá esta elección presidencial y por eso apuestan a —por lo menos— retener el control del Congreso. No obstante, un triunfo en el ámbito legislativo no es algo que permita ignorar u olvidar el daño que Trump ha causado a este partido y a la política estadounidense.

Es muy probable que los republicanos, al día siguiente del sufragio, inicien un verdadero proceso de reconstrucción política a escala nacional. ¿La razón? Durante todos estos meses de campaña Trump acabó “secuestrando” al partido, al transformar la carrera por llegar a la Casa Blanca en un asunto que tenía más relación con su persona que con las ideas republicanas. Por eso, en gran medida no contó con el respaldo de figuras emblemáticas como los Bush (padre e hijo) o Paul Ryan, presidente de la Cámara Baja.

En ese contexto, muchos republicanos —con todo derecho— se preguntaron si acaso Trump los representaba. Y la respuesta fue no. Los herederos de figuras como Abraham Lincoln o Ronald Reagan ahora tendrán que enfrentarse a la necesidad de refundar el partido, recuperar el apoyo de sus bases y demostrar que son una opción política confiable y seria. Asimismo, deberán ahondar en las variables que permitieron que una figura como Trump entrara en la competencia electoral y, además, lograra ser nominado, sin representar realmente el ideario ni el estilo político de los republicanos.

Pero Trump no solo les ha causado daños a los republicanos. Su estrategia de atacar a los inmigrantes, en general —a los musulmanes, en particular– y a los veteranos de guerra, entre otros muchos sectores (tema aparte son las numerosas acusaciones de mujeres en su contra por acoso y abuso), instaló un estilo de hacer política basado en el odio, el miedo y la descalificación. Algo muy alejado de la historia de Estados Unidos.

Sus dichos acerca de que solo reconocerá el resultado de las votaciones si él gana son una manera de decir que él cree que las elecciones podrían estar “arregladas”, lo que pone abiertamente en entredicho la transparencia y seriedad del sistema electoral estadounidense. Una grave acusación, propia de otras realidades políticas. Es decir, Trump es la prueba palmaria de que el populismo también puede surgir en un país como EE.UU., y de que “el sistema” permitió que un candidato como él llegara tan lejos.

En ese sentido, lo importante será que este excéntrico millonario no quede en la memoria de los estadounidenses como un modelo a seguir, sino todo lo contrario. Ojalá se convierta en un referente claro de lo que no debe ser un candidato a gobernar la nación más poderosa del mundo.

 

 

Alberto Rojas M., Director Observatorio de Asuntos Internacionales Universidad Finis Terrae

 

 

 

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