Los llamados “Juicios de Salem”, Massachusetts,fueron una serie de persecuciones, audiencias y procesos llevados a cabo en 1692 con el fin de investigar y castigar delitos de brujería. Más allá de la polémica, este caso ha sido usado retóricamente en política como una advertencia sobre los peligros de la intromisión gubernamental en las libertades individuales: el poder del Estado concentrado, intentando salvarnos de nosotros mismos.

Desde algún tiempo a esta parte, se ha vuelto casi una costumbre que ante cualquier hecho provocado por particulares que gatille determinado nivel de indignación ciudadana, la Cámara de Diputados no resiste la tentación de constituir una comisión investigadora. Primero fue el caso La Polar, luego las instituciones de educación superior privadas, y más recientemente Cascadas y la Universidad Arcis, por mencionar algunos. La pregunta es si puede/debe la Cámara de Diputados –el órgano político por excelencia– fiscalizar o investigar los actos de particulares.

La respuesta involucra al menos dos dimensiones. Desde el punto de vista jurídico, la Constitución otorga facultades fiscalizadoras a la Cámara de Diputados respecto de los actos del Gobierno, algo muy sano y replicado en muchísimas democracias. Con ese propósito, la autoriza a crear comisiones investigadoras “con el objeto de reunir informaciones relativas a determinados actos del Gobierno”. ¿Podría entenderse bajo alguna circunstancia que esta facultad pudiere extenderse a los privados? Lo cierto es que no cabe dicha posibilidad. La piedra angular de nuestro constitucionalismo desde 1833, establece la regla fundamental respecto de las atribuciones de los órganos del Estado: no pueden atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes. Esto tiene por objeto proteger a las personas de eventuales excesos de las autoridades del Estado.

Una segunda dimensión del problema involucra la razón de dicha limitación. Pareciera que si la Cámara política no investiga o fiscaliza estos actos, ellos quedarían sin sanción, o que, de alguna manera, no se respondería al mandato ciudadano. Hay aquí una suerte de deseo de erigirse en justiciero. Pero en derecho público, tan importante como conocer y ejercer la facultad que se tiene es abstenerse de ejercer la potestad que no se tiene. Eso es lo que diferencia finalmente a una sociedad libre, cuyos poderes están separados, y por lo tanto limitados, de una sociedad sometida a una suerte de absolutismo donde los poderes se encuentran concentrados. Esto último no es exclusivo de alguna monarquía decimonónica, sino una amenaza constante de las democracias modernas. Ya lo adelantaban los padres fundadores de la democracia moderna, señalando que la tiranía de las mayorías podía ser aún más dañinas que las monárquicas, toda vez que ahora justificaban su accionar “en el nombre del pueblo”, problema para el cual precisamente se crearon las constituciones: para defender a los ciudadanos de su propio gobierno.

¿Y qué podemos hacer entonces respecto de irregularidades, abusos o delitos que puedan cometer los particulares? Ese es precisamente el rol del Ministerio Público y de los Tribunales de Justicia: investigar, acusar, resolver y hacer cumplir lo resuelto, ya que como órganos autónomos, independientes e imparciales, son los llamados a cumplir este rol. Ello no quiere decir que las personas que integran dichos órganos tengan el monopolio de la virtud, pero al menos están dotados de una lógica institucional que responde a estos principios.

El peligro de abrir la puerta para que sean los órganos políticos los que fiscalizan a los particulares no solo radica en el hecho que el que crea las leyes es el mismo que las aplica –pulverizando de paso la separaciones de funciones–, sino que le estaríamos entregando el control social y de nuestras propias vidas a las asambleas políticas, para que persigan los actos de particulares. Mayorías de turno juzgando hechos concretos y particulares, lo que constituye la mayor de las arbitrariedades, dado que la libertad social misma se basa en poder aplicar leyes generales y abstractas a casos particulares y concretos, pero por un órgano distinto e independiente. Lo contrario sería concebir un poder legislativo como un ente sin límites, y eso significaría el fin del Estado de Derecho, transformándonos en una Nueva Salem, donde “los que saben qué es lo mejor para nosotros, deben levantarse… y salvarnos de nosotros mismos”.

 

Rodrigo Delaveau, Profesor de Derecho Constitucional UC y Doctor en Derecho Universidad de Chicago.

 

 

FOTO:VICTOR PEREZ/AGENCIAUNO

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