Es de sobra conocido el coro continuo de protestas contra la clase política. La corrupción que se manifiesta de diversos modos, las relaciones persistentes entre los negocios y el poder —sumado a un muchas veces descarado nepotismo— llenan a diario las portadas de prensa. Además, abren un abismo entre gobernantes y gobernados, y devalúan con cada discurso su credibilidad pública.

La gente desconfía de los líderes que otrora encarnaron sus necesidades y anhelos, aquellos a los que premiaron con su confianza y su voto; la ciudadanía se ha cansado de los organismos y los personajes públicos, porque estiman que trabajan para servirse del pueblo, más que para servirlo. Es este pueblo el mismo que se identifica a sí mismo como víctima de tanta promesa vacía, mayormente  dirigida a los medios de comunicación y a las encuestas, que a los ciudadanos.

Para bien o para mal, existe una innegable correlación entre verdad y respeto, y producto de las próximas elecciones presidenciales en Chile, la carrera política ha dado pie a innumerables discursos cargados de promesas que es necesario relativizar. En el plano estrictamente concreto, el camino de la descalificación personal e ideológica se ha transformado en el comodín de algunos candidatos que, en un clima de profunda odiosidad, agrietan aún más las bases de una sana convivencia. Pareciera que nadie se hubiera equivocado alguna vez. Son pocos los humildes que darán un paso al costado, que reconocerán haber cometido errores y que, en orden a dignificar y enaltecer el oficio, se retirarán a tiempo.

No somos el único país que presenta estos problemas, sin embargo, no por ello debemos aceptarlos. Eso de “nadie está libre de pecado” suena a mediocridad y conformismo. Debemos mirar sistemas más avanzados y promover reformas positivas para nuestro sistema democrático. En ese sentido, es  necesario mirar el ejemplo dado la semana pasada por Francia, cuyo Parlamento ratificó la ley de moralización de la vida pública. Celebrado como un éxito transversal, este país europeo ha dado un paso concreto para “limpiar” la actividad política. La norma, promesa de campaña del actual Presidente, Emmanuel Macron, prohíbe y castiga con cárcel que los parlamentarios den trabajo a sus familiares; además, restringe estrictamente ciertas actividades personales de los políticos, consideradas incongruentes con su accionar público (mayormente referidas al ámbito de los negocios). La ley de “confianza de la vida pública”, como se llamó finalmente a la normativa, “responde a una triple ambición: jurídica, ética y política”, según afirmó la ministra de Justicia, Nicole Belloubet, cuando presentó el texto para su votación final. A su vez, reiteró que esta iniciativa busca recuperar “la relación de confianza” de los ciudadanos con sus políticos, considerablemente deteriorada producto de escándalos de nepotismo y financiamiento dudoso de los partidos.

Promesas -y realidades- de transparencia y probidad como éstas también son necesarias en Chile. Es clave que nuestros políticos entiendan que ellos y su accionar son fundamentales para el futuro y el desarrollo democrático. Cualquiera puede estar al frente de un pueblo, pero son pocos los que logran convertirse en líderes con autoridad real y es esto último a lo que deben aspirar. Estados Unidos no sería la primera potencia mundial sin el impulso de hombres como George Washington; ni Inglaterra sería lo que es sin Winston Churchill, quien logró recuperar al país de la Segunda Guerra Mundial, o Margaret Thatcher, quien supo ganarse no sólo un espacio, sino que el respeto político de sus pares en una época en que las mujeres estaban relegadas a la cocina.

Los políticos chilenos tienen hoy una gran oportunidad. Para ello deben repensar sus motivaciones y, de continuar en carrera, actuar por una genuina vocación de servicio, trabajar desde la humildad y no desde la altivez olvidando a quienes los pusieron en esa cómoda silla que, además, transmite poder.

Es de esperar que sin importar el color político y la discusión de ideas  -necesarias para el debate-, se pueda trabajar en conjunto y en pos de la concordia y del bien común que, hoy por hoy, se han perdido notoriamente.

 

Natalia Farías, investigadora Centro de Estudios Bicentenario

 

 

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