¿Ha tomado por sorpresa a Occidente la invasión rusa de Ucrania? Sería inexacto decir que sí. Desde hace muchas semanas, y a pesar del sarcasmo empleado por altos funcionarios del gobierno de Moscú, los servicios de inteligencia occidentales venían alertando sobre las intenciones de Vladimir Putin de irrumpir en territorio ucraniano. Por otro lado, tanto la prensa como los especialistas de todo el mundo venían barajando la hipótesis de que Ucrania podría ser el epicentro de una confrontación armada de dimensiones considerablemente mayores a las que ya vienen teniendo lugar en ese país desde 2014, cuando ocurrieron los levantamientos del Euromaidan que se saldaron con la salida del poder del presidente ucraniano (y pro-ruso) Viktor Yanukovich.

Pero si la posibilidad de una guerra venía siendo prevista desde hace meses, ¿por qué no se evitó? ¿Por qué la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), con todo su poder, no logró disuadir a Rusia de invadir Ucrania? Muchas explicaciones circulan hoy en la prensa mundial pero, en todo caso, lo evidente en estos momentos es que todas las iniciativas emprendidas por Occidente para impedir la escalada hacia un mayor conflicto en Ucrania fracasaron. Tras varios años de conflictos armados en Ucrania y el Cáucaso, parece claro que la invasión rusa fue largamente preparada por Moscú durante meses, incluso años, a juzgar por la cantidad de elementos de carácter militar, político, diplomático, económico y comunicacional que, hoy más que nunca, revelan una cuidadosa planificación.

Lo anterior demuestra que, para el actual gobierno ruso, Ucrania representa un interés mucho mayor del que encarna para Occidente. Es evidente que Moscú está mucho más dispuesto a correr riesgos que los Estados Unidos y la Unión Europea en lo que respecta al territorio ucraniano. Hay muchas razones para ello. Para los rusos, su nación nació en el rus de Kiev, núcleo urbano que conectó el comercio del mar Báltico con el del Mar Negro, y en el que se fusionaron los elementos culturales que dan origen a lo que luego sería Rusia (diversos pueblos eslavos, vikingos varegos llegados de la actual Suecia y la influencia del cristianismo ortodoxo proveniente de Bizancio), así como el imperio formidable que ésta llegó a ser. Esto quizás parezca una referencia demasiado remota en el tiempo, pero no es aconsejable desconocer el peso que la historia ejerce en la política.

Por otro lado, la fuerte presencia de población étnicamente rusa en la península de Crimea y en la cuenca del río Don (el Donbas, en el este de Ucrania) es también un elemento cultural que alimenta el interés de Rusia por Ucrania. Asimismo, el principal acceso de Rusia a los mares cálidos es el Mar Negro, donde están ubicados muchos de sus submarinos nucleares. Mientras el importante puerto de Odessa pertenece hoy a Ucrania, las fronteras actuales no le aseguran a Rusia el control geopolítico del mar de Azov. Para Moscú, el control de estos espacios es tan importante que justifica correr con todos los riesgos y represalias que conllevan la reciente anexión de Crimea (2014) y la recién consumada separación de facto de las “repúblicas” de Donetsk y Lugansk. A todo ello cabe sumar el enorme potencial económico de Ucrania, un territorio superior al de Francia y con una población similar a la de España, que se encuentra entre los principales productores agrícolas del mundo y que encierra algunas de las mayores reservas minerales y energéticas de Europa.

Mientras de un lado del conflicto vemos a Rusia —bajo un régimen netamente autocrático, que no ha tenido mayor reparo en envenenar a una buena parte de sus oponentes políticos— y a los ucranianos pro rusos, del otro vemos al resto de Ucrania y a una alianza militar como la OTAN, constituida actualmente por 29 heterogéneos y desiguales países que, en esencia, actúan dentro de los marcos de la democracia. Este factor, que por un lado implica un poder considerable, por otro conlleva enormes dificultades para poner de acuerdo a los integrantes de la alianza.

Los gobiernos de la OTAN no pueden darse el lujo de actuar abiertamente contra la voluntad de sus respectivos electorados, entre los cuales destacan tanto las grandes mayorías como los grupos de poder económico: ni unos ni otros suelen sentirse interesados ni particularmente obligados a comprometerse con ningún tipo de guerra, y menos si no es para defenderse de una amenaza inminente contra sí mismos. Cuando vemos el listado de temas que han ocupado a los ciudadanos de Occidente durante los últimos años, veremos más bien que los temas de seguridad y defensa no sólo han ocupado un espacio muy secundario, sino que a menudo se ha exigido restarles recursos mientras se condena el trabajo desempeñado por los efectivos policiales y militares.

De este modo, mientras los regímenes autoritarios se rigen por las decisiones de un pequeño grupo de personas —cuando no de una sola, y por lo general con fuertes rasgos psicopáticos— que permanecen en el poder durante largos períodos de tiempo —lo cual les permite dar consistencia a sus políticas exteriores a largo plazo— y que no tienen reparos en forzar a sus propios ciudadanos a obedecerles, en las democracias resulta extremadamente difícil concertar una política exterior entre todos los sectores que tienen voz o voto, más aún cuando la realidad demanda la cooperación de varios estados en materia de seguridad y defensa. Considérese además que los gobernantes —tal como es natural en democracia— suelen ser cambiados con frecuencia y que algunos lineamientos de política exterior son revisados y modificados con dichos cambios. 

Lo anterior quizás ayuda a comprender por qué Occidente, a pesar de haberse comprometido durante las últimas tres décadas con una política sistemática y progresiva de ampliación de la OTAN hacia el este —la cual implícitamente define a Rusia como la amenaza principal a contener, y que por lo tanto entrañaba el riesgo de generar una reacción por parte de Moscú—, no ha demostrado el compromiso necesario para hacerla efectiva sin que Rusia reaccionara. Y ello, a pesar de que la propia Rusia de múltiples maneras se encargó de manifestar su absoluta oposición a la posibilidad de que esos dos estados pasen a integrar la gran alianza militar occidental. 

Donald Kagan ha sostenido que en la génesis de toda gran guerra alguna potencia, en vez de defender con total claridad ciertos objetivos y aliados, más bien se comportó de forma tan retadora en el discurso como ambigua en los hechos. En otras palabras, las líneas intermedias de acción en este tipo de asuntos no suelen rendir buenos resultados. Y como entre grandes potencias el poder priva sobre el derecho, la peligrosa personalidad de Putin y el carácter autocrático de su régimen no excusan el errático comportamiento de Occidente con respecto a Ucrania.

Más bien al revés: a pesar de que la responsabilidad de la agresión recae enteramente en el gobierno de Moscú, el conocimiento del peligro inherente ha debido conducir a una política más eficaz por parte de Occidente, la cual, o bien debía trabajar con Rusia y los líderes ucranianos para constituir a Ucrania como un espacio neutral y relativamente desmilitarizado, o bien tenía que venir acompañada de un verdadero aparato de contención y disuasión. A estas alturas, parece demasiado tarde para seguir eficazmente cualquiera de esos dos posibles cursos de acción.

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