El adefesio constitucional que se fragua por estos días convertirá al territorio nacional en un inédito archipiélago de bantustantes. Así se denominaron las entidades autónomas de tipo étnico-racial creadas en la Sudáfrica pre Mandela con el propósito de darle su propio espacio de desarrollo a las principales comunidades ancestrales de aquel país. Fue un ingenioso modelo de dominio basado en homelands, y no deja de ser curioso que esta política, ideada por la derecha blanca sudafricana, sea replicada acá por la izquierda más extrema varias décadas después.
Con la aplicación de este singular modelo surgirán acá, igual que allá, múltiples entidades con grados diversos de autonomía que, dada la naturaleza misma del poder, accederán a un tipo de interlocución internacional cuyos efectos son perversos y desiguales, con buenas dosis de incertidumbre.
Sin embargo, son varios los hechos generales, inevitables, que pueden anticiparse. Desde luego, a ciertos homelands les irá mejor que a otros. Un puñado de ellos producirá más y la mayoría muy poco, algunos tendrán mejor infraestructura, dispondrán de más capital humano y estarán dotados de mejores características geopolíticas para su nueva inserción. La disparidad entre ellos es obligadamente el principal rasgo distintivo.
Por eso, estas transformaciones, tan retrógradas como difuminadoras, sólo pueden ser calificadas en rangos que van de negativo a catastrófico.
Teniendo a mano el ejemplo de los bantustantes, resulta fácil vaticinar algunos desbarajustes bien específicos. Tendrán, por ejemplo, un reconocimiento internacional desigual y conflictivo, la mayoría de ellos ofrecerá un triste espectáculo de manejo financiero marcado por corruptelas (muchas veces escandalosas), también el grueso de estas entidades será del todo inviable en materia de orden público interno, y en no pocos se observará un avasallamiento de la población por parte de tiranuelos locales de poca monta y prestos a suplir vacíos de poder político. Luego, casi ninguno de ellos podrá absorber el aluvión de inmigrantes extranjeros deseosos de trabajar y en casi todos florecerán economías estatistas e ineficaces. Además, con la oficialización de lenguas de tradición oral, evidentemente desacopladas del avance tecnológico, se ahondará la pobreza y la marginalidad de las etnias locales, ante todo de las generaciones venideras. Se conforma así un largo listado de entuertos, que dificultarán enormemente la vida de quienes vivan en estos artificios de Estados.
Para el internacionalismo liberal no debe ser fácil la actual situación regional.
Enseguida, en el marco de las extraordinarias similitudes entre los homelands de allá y de acá, destacan unas cuantas diferencias.
La primera es la base de sustentación. Parece obvio que en tales esperpentos administrativos no hay inspiración en ejemplos positivos de organizaciones políticas talentosamente innovadoras como Singapur, Hong Kong o Taiwan. Nada de aquello se desea. Tampoco se copiará la decisión de algunos bantustantes sudafricanos algo pragmáticos, como Transkei, de impulsar economías de casinos y actividades noctámbulas. Todo indica que las arcadias ancestrales de acá no están pensadas para proyectar el libre mercado ni economías globalizadas ni menos aún regímenes preocupados por las libertades individuales. Sólo buscarán proyectar la pureza étnico-racial como gran portador del éxito. No deja de impresionar tan peculiar base de sustentación.
Lo segundo es el impacto de este diseño en el futuro del país. El fin de los bantustantes fue coetáneo con el término del régimen racista. Acá, en cambio, los homelands provocarán el colapso de la integridad territorial, política y económica del país, con consecuencias muy difíciles de prever.
Al respecto resulta muy llamativo el silencio de los numerosos partidarios de las corrientes del internacionalismo liberal, que se presume debieran oponerse a capa y espada a la desarticulación de su régimen democrático. Esto es muy extraño. En Latinoamérica los cultores del internacionalismo liberal dominan el escenario mucho más que los partidarios del realismo (esa gravitante corriente dominada por las ideas de Morgenthau, Waltz y Mearsheimer y que es más popular en el mundo anglosajón). El mutismo recuerda inevitablemente las palabras del conntotado intelectual polaco Adam Michnik, quien solía denominar “silencios ruidosos” a este tipo de situaciones. Decía que, muchas veces, sus manifiestos disidentes suscitaban cierta distancia en intelectuales dubitativos entre apoyar la disidencia o acomodarse con el régimen.
Por eso cabe plantearse si la encrucijada general en que está sumido el internacionalismo liberal ayuda o no a explicar este silencio. Lacerantes preguntas deben estar carcomiendo su alma por estos días. ¿Cómo entender las pulsiones subterráneas que merman las capacidades de las fuerzas democráticas?, ¿cómo encarar esas erupciones volcánicas que emergen desafiantes a la superficie misma de la democracia, enarbolando como modelo simbólico esa devastada plaza Italia en el caso chileno?
Para el internacionalismo liberal no debe ser fácil la actual situación regional. No se escuchan respuestas convincentes a los desastres democráticos en Nicaragua y Venezuela, a la fragilidad del régimen de partidos e instituciones en Perú y Honduras, ni a las perspectivas abismales que se ciernen sobre la democracia y la economía argentinas. Las fuerzas democráticas parecieran estar exánimes.
Algunos dirán que el reposo en una cómoda posición, promoviendo algunos artículos de exportación -como las siluetas de una democracia o visiones sesgadas de los DDHH- no puede abordar los fuertes cambios que sacuden al mundo. Esa quietud, provocada por Fukuyama en los 90, llevó a olvidar que el poder es siempre una línea determinante y que la guerra cultural permanece; que es ubicua y fluye por intersticios.
Difícil resulta adivinar cuánto tiempo más puede durar esta somnolencia. En ciertos corrillos ya se admite que con la retirada de Afganistán (y de Haití en el plano hemisférico), más lo que se ve en Ucrania por estos días, debería terminar la era de los sueños de construir estados democráticos sólidos y que sería necesario abocarse a tratar de entender pragmáticamente la nueva realidad.
El caso chileno puede resultar instructivo. ¿Vendrán otras democracias latinoamericanas a socorrer a los agobiados demócratas chilenos si terminan de desmontarles en sus narices su democracia otrora tan apreciada? ¿Cómo reaccionarán las democracias latinoamericanas ante los nuevos homelands?
Bien podríamos estar ad portas de un caso emblemático, ejemplo de una nación que, por algún designio inescrutable, es incapaz de mantener su estado de derecho y su integridad. Una democracia achurrascada por una multitud de bantustanes.