Hace años, un grupo de académicos y expertos de la gastronomía chilena desarrollaron un mapa de las cocinas que alberga nuestro territorio. Identificaron nítidamente, sin tantas ramificaciones, 14 cubículos independientes, con identidad, terruño, historia y despensa propios. Cocinas del Norte Grande y Chico, cocina urbana de restaurantes, de calle y casera. Campesina huasa, costera, de fiesta, sureña centroeuropea, indígena mapuche, chilota, patagónica, de ultramar (Rapa Nui y Juan Fernández) y alta cocina.

Una categorización que en su momento no tenía parangones. No se había sistematizado el crisol de técnicas y saberes que atraviesa el universo comestible de Chile. Hoy, como nunca antes, hay un profuso interés por investigar, valorar, comprender, recopilar y reflexionar sobre nuestras sazones, su diversidad, los influjos que nos atravesaron, los que se asoman y los derroteros de nuestro sabor patrio que es más que charquicán, empanadas, anticuchos y pastel de choclo.

Pero hay otras ramificaciones en este concepto tan plástico como movedizo. Si quiere una cocina tradicional moderna, la encuentra en el Mulato, Quitral, Bristol y The Glass; una cocina chilena de vanguardia, en 99, De Patio, Boragó, Ambrosía Bistró; vegetariana, en el Quínoa, Verde Sazón, La Fraternal; precolombina reversionada, en Peumayén, Amaia e Ilo Mapu; la urbana cotidiana, en el Liguria, Ciro’s y Bar Nacional; la fusionada, en el Naoki y Winecaina; y los encuentros y transfusiones que nos trae la inmigración que desde el influjo peruano y las oleadas desde Colombia y Venezuela ya acercan a las nuevas generaciones a cruces como una arepa con pebre.

En un mes en que lo patrio nos invade con los mantras de cada año, les proponemos algunos caminos, alternativos, pero absolutamente válidos. Son las nuevas cocinas que ya se asoman en el escenario de los restaurantes donde la gastronomía se hace vodevil y ficción, pero se instala como precedente para entender el quehacer comestible de una nación, en un momento dado.