Agradezco sinceramente la respuesta, en columna publicada por “El Libero”, del profesor Hugo Herrera a mi columna en el mismo medio, “Rescatar la subsidiariedad… con un salvavidas de plomo”, que permite continuar el provechoso debate generado por el libro Subsidiariedad. Más allá del Estado y del Mercado, editado por el IES.

Defendiendo su artículo en el libro, y contra lo que afirmé en la columna, el profesor Herrera esgrime que establecer una carga de la prueba a favor de la iniciativa de las personas en la vida social implicaría establecer una norma abstracta de no intervención del Estado. La única exigencia del principio de subsidiariedad, insiste el profesor Herrera, sería analizar “directamente las circunstancias y a atender si, en ellas, la agrupación mayor o la menor está mejor capacitada para cumplir la tarea específica de la que se trate” o, usando el termino de su artículo, debe actuar quien lo haga de modo “más satisfactorio”, ello sin perjuicio de que la intervención de una agrupación mayor deba conducirse “sin abolir” a la menor ni imponerse de tal suerte que frustre sus capacidades operativas. Al cierre, realiza una pertinente observación sobre cuan poco favorecidas por la “prioridad”, que otorgaría la subsidiariedad a los particulares, se pueden ver, en los hechos, las asociaciones que constituyen la sociedad civil. El punto de acuerdo estaría en que la acción del Estado debe estimular la acción de la sociedad civil.

Con todo, cabe constatar que el profesor Herrera deja el guante en el suelo; si bien parece compartir la antropología que es fuente del principio, no se hace cargo de las consecuencias que tendría y de en qué medida la definición que plantea es consistente con ellas. ¿Qué función cumple esa antropología si la única exigencia que plantea el principio es la de determinar, caso a caso, que agrupación está “más capacitada” para asumir una responsabilidad?

Lo que intenté explicar en mi columna, es que el principio de subsidiariedad no se entiende sin la antropología que lo inspira. Esa antropología le da su fuerza normativa y permite comprender correctamente sus exigencias.

La subsidiariedad es un criterio de justificación que parte de la prioridad de las personas en la vida social e implica que el ejercicio de la autoridad debe orientarse a que ellas asuman, en la medida de lo posible, la agencia de la vida en común. Es el ejercicio de la autoridad que Yves Simon caracteriza como “pedagógica”, en cuanto tiende a retraerse en la medida que la persona es capaz de asumir responsabilidades (Philosphy of Democratic Goverment, I).

O, desde otro ángulo, el papel de los cuerpos asociativos es ayudar a que las personas participen de las cosas buenas –la experiencia estética, el conocimiento, la amistad, etc.–, participación que se da preeminentemente cuando es activa. Las agrupaciones civiles entonces ayudan a sus participantes, en los términos propuestos por Finnis, “a ayudarse a sí mismos” (Ley Natural y Derechos Naturales, VI.5).  El papel del Estado, u otra asociación mayor, se entiende entonces como el de quien ayuda a ayudar. La “espontaneidad” no es un valor más a considerar en el análisis de circunstancias, sino precisamente el bien que el principio busca proteger.

Solo así se explica la exigencia, que el profesor Herrera reconoce, de no frustrar las capacidades operativas de agrupaciones menores. Exigencia que difícilmente puede ser explicada con referencia a lo “satisfactorio” o a la “organización más capacitada”. ¿Cómo se explica tal requisito en un esquema, como el que nos propone el profesor Herrera, en donde no se admite consideración adicional a quién está “más capacitado”? Por el contrario, la exigencia es consistente con la comprensión que propongo, en que la prioridad la tienen las personas porque la excelencia humana implica la agencia responsable de la vida común.

Al respecto es interesante notar como la DSI apunta en la misma dirección, no sólo reconociendo explícitamente la antropología que hay tras el principio, sino que haciendo explícitas las consecuencias políticas que se siguen de dicha antropología. Concretamente, enunciando como propio de la subsidiariedad el deber de las sociedades superiores de promover condiciones –que vendría a ser el caso central de “ayudar a ayudar”– que permitan el despliegue de las sociedades que le son inferiores; y respecto del Estado, el crear condiciones que permitan  el despliegue de las personas en la sociedad civil (Centesimus Annus, 15). Junto a las enseñanzas del Magisterio, afirmando la prioridad de la sociedad civil, existe una tradición variopinta y llena de matices, que va desde posiciones cercanas a los libertarios anglosajones, como las de Samuel Gregg, hasta otras más moderadas y cercanas a la tradición alemana, como las de Johannes Messner.

En vistas de todo lo anterior, no corresponde concluir que la subsidiariedad implique un mandato abstracto de abstención del Estado. El principio implica, en lo que respecta al Estado, que la acción –u omisión– del Estado debe estar justificada y la subsidiariedad, en los términos propuestos, pretende ser una guía normativa de esa justificación. Por lo mismo, no corresponde tampoco realizar el ejercicio de buscar las excepciones a la “no intervención del Estado”. La preocupación por la “prioridad” de las personas debe atravesar toda la acción del Estado, ya sea generando condiciones, coordinando, estimulando directamente y, en algún caso –desde la óptica del principio, lo más lejano al ideal– también supliendo actividades propias de la sociedad civil que ésta no quiera o no pueda hacer.

Sobre este punto, al profesor Herrera parece preocuparle especialmente la noción “carga de la prueba”, pero ella no es problemática, ni siquiera es especialmente relevante para explicar la prioridad de la que hablo. En estricto rigor, uno puede expresar cualquier exigencia sustantiva en términos de carga de la prueba (la carga de argumentar que las exigencias sustantivas se cumplen), incluso las exigencias que plantea el mismo profesor Herrera.

Lo relevante, que es lo que la expresión ayuda a entender, es que la acción u omisión del Estado debe estar justificada y que la subsidiariedad pretende ser un criterio normativo para eso. En esa medida, porque justifica, la subsidiariedad limita la acción del Estado.

Si se entiende lo anterior se comprende de mejor manera el punto, muy pertinente, que hace el profesor Herrera en relación a cuan poco real resulta, en numerosas ocasiones, la prioridad de los particulares. Tema poco atendido, especialmente entre los partidarios de la subsidiariedad. Él pone como ejemplos a los pequeños empresarios y el abuso cometido por los más grandes. Yo agregaría, entre otros, la situación de familias de escasos recursos en educación, a quienes hablarles de su “prioridad” es una broma de mal gusto, incluso antes de la reforma del actual gobierno… para qué decir después de ella.

Los ejemplos advierten contra una simplificación del principio, que el libro del IES en conjunto advierte correctamente. La extralimitación del Estado no es la única amenaza que tiene la subsidiariedad y una agrupación mayor, por privada que sea, puede amenazar la iniciativa de personas con menos poder. Desde esa perspectiva no pueden perderse de vista las exigencias de intervención que tienen sociedades superiores, especialmente el Estado, en orden a favorecer el despliegue de la sociedad civil, aún cuando ello implique establecer limitaciones al actuar de los privados. Al respecto, resulta ilustrador la necesidad de la autoridad política para asegurar condiciones, tales como los derechos de propiedad, la regulación antimonopolios, la policía etc.,  que permiten el despliegue de la sociedad civil.

Lo interesante es que esa intervención se justifica y se explica de mucho mejor manera cuando se entiende fundamentada en la prioridad de las personas, cuya base, hay que decirlo nuevamente, se encuentra en una antropología de la excelencia humana.

Por eso resulta tan grave vaciar de contenido normativo el principio de subsidiariedad, como sucede si resulta ser una formulación para decir que le corresponde una responsabilidad en la vida social quien lo haga de modo “satisfactorio” o quien este “más capacitado”. Eso sería capturar el principio, ni siquiera para construir el Estado de Bienestar como el que en alguna ocasión ha propuesto Herrera (La Segunda, 3 de febrero de 2015), sino simplemente para encerrarlo en la ambigüedad.

 

Clemente Recabarren, investigador Instituto Res Publica.

 

 

FOTO: MARIBEL FORNEROD/AGENCIAUNO

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