“No sé yo. Si es materia pasada, es materia aprendida. Ustedes verán”, decía mi profesora de Matemática en Séptimo Básico, cuando le preguntábamos por algo que no nos había quedado claro. “¿Así de fácil es aprender?”, pensaba yo cada vez que escuchaba esa frase. Algo no estaba funcionando entonces, porque a pesar de estar sentado sagradamente en cada una de sus clases, viendo como ella “pasaba” la materia, nuestro curso parecía no entender. Han transcurrido 27 años de aquel entonces, pero algunas cosas -al parecer- no cambian.

La pandemia expuso muchas cosas en educación. Y una de ellas fue cómo, por largos pasajes en 2020, intentamos aferrarnos a las lógicas que por muchos años nos hicieron sentido. Fue así como quisimos replicar (muchas veces a la fuerza) la escuela tal como la conocíamos al interior de las casas de nuestros estudiantes. Claramente no nos funcionó. Puesto que no se trataba de un problema técnico, sino más bien de uno adaptativo. Uno que vino a impugnar nuestras más arraigadas creencias y prácticas pedagógicas. Y así fue como, poco a poco, entendimos que eso que nos funcionaba antes del confinamiento, ya no nos servía. Y no solo eso; muchas veces, solo estorbaba.

Ya en la medianía del año pasado, por fin las escuelas y colegios entendimos que era momento de hacer aquello que siempre dijimos que no teníamos tiempo para realizar. Fue así como muchos centros educativos implementaron nuevos repertorios a sus practicas pedagógicas: aprendizaje basado en proyectos, clases invertidas, cápsulas formativas, trabajo online, plataformas digitales, etc. Nunca antes habíamos aprendido tanto sobre el manejo de las TIC (las tecnologías de la información y la comunicación) en nuestras instituciones. Fue un año de alta complejidad, por cierto. Uno muy estresante, pero, al mismo tiempo, de fecundo aprendizaje y grandes cuestionamientos sobre el verdadero sentido de educar.

Pero mientras todo esto sucedía, algo rondaba en los pasillos de nuestras escuelas. Algo todavía más preocupante que el riesgo de contagio al Covid-19. Una amenaza que no se soluciona con más protocolos sanitarios ni mejores mascarillas desechables. Me refiero al peligro de comenzar este segundo año de pandemia aferrándose nuevamente a las lógicas de siempre. Aquellas que hablan de tener que avanzar sin parar, enfocándonos en pasar nuevos contenidos con urgencia, olvidándonos de los diagnósticos, brechas y, por su puesto, el verdadero significado de aprender profundamente. Sí. Tal como lo hacía mi profesora de Matemática en 1994.

A veces pareciera ser que estamos en algún tipo de carrera. Tendríamos que preguntarnos entonces:“¿Cuál es el premio? ¿Hay siquiera uno?” No. No lo hay. Pero una cosa es cierta: cada vez que recuperamos algo de “normalidad” en nuestras escuelas, son muchos los que -rápidamente- tienden (consciente o inconscientemente) a volver a las mismas zonas de confort, una y otra vez. A esa vieja comodidad que nos hace encender la maquinaria de pasar materia a toda velocidad, sin parar para revisar si nuestros alumnos están aprendiendo realmente. Aquel refugio en donde prácticas como profundizar, monitorear constantemente el aprendizaje o desarrollar otro tipo de habilidades a partir de los contenidos trabajados son -derechamente- un estorbo. O al menos así se cataloga para encubrir lo que realmente sucede: el ejercicio de pasar materia sin parar es, sin lugar a dudas, mucho más sencillo. Hacer pensar, desarrollar pensamiento crítico, permitir las condiciones para que nuestros alumnos hablen en público, por ejemplo, o se organicen en grupos es, a toda luces, mucho más demandante y exigente.

Mirando en perspectiva, comprendo finalmente por qué mi profesora se aferraba a la exposición frenética de contenidos, como su única y más “destacada” arma. Al parecer no conocía otra manera. Y si lo hacía, prefería esconderlo detrás de un gran “es perder el tiempo”, a tener que asumir el “no sé cómo hacerlo”.

«La enseñanza que deja huella no es la que se hace de cabeza a cabeza, sino de corazón a corazón”, decía Howard G. Hendricks. Pero es imposible lograrlo si nuestro foco está solo en la memorización antes que en la comprensión. La pandemia nos ha dejado en claro que se necesita reconfigurar la visión meramente instrumental de la educación, por una más sustantiva. Una que nos permita preguntarnos por nosotros y sobre el futuro, desde el presente. Una educación que permita darle sentido a nuestras biografías. Y esto solo se logrará con mayor interacción entre estudiantes, conexiones más profundas en clases y objetivos de aprendizaje que demanden mucho más que solo memorizar.

Ojalá que en 20 años más, cuando nos detengamos a mirar hacia atrás, para analizar nuestras actuales prácticas, todos -y en especial nuestro sistema educativo- hayamos sido capaces de aprender, realmente.

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