La muerte es un tema que acompaña al ser humano desde sus orígenes más recónditos en el amanecer del tiempo. De hecho, es una de las grandes certezas de todos los tiempos y culturas, no tenemos noticia de ningún ser humano que haya escapado a ella. A pesar de esto, nunca ha dejado de afligirnos y, lo que es más increíble, de causarnos sorpresa. Las diversas culturas además han conceptualizado la muerte de diversas maneras, desde tiempos que la han pensado como huésped habitual, hasta nuestros días, por lo menos antes de la pandemia, en que habíamos negado, ocultado y disfrazado la muerte.

En efecto, el tema de la muerte propia y de quienes amamos se ha instalado en los livings de nuestras casas y pende sobre todos nosotros como un péndulo invisible. En mi trabajo, he tenido que hablar acerca de la inminencia de la muerte en múltiples ocasiones y una de las cosas que más me ha impresionado es que después del primer impacto ante un diagnóstico de una enfermedad incurable y de una primera conversación acerca de la muerte, en general las personas dejan de manifestar temor ante la muerte. Muchas veces me han dicho: “no tengo miedo a morir, sé que voy a morir” y a continuación enumeran aquello que sí les produce temor, entre las cuales la más frecuente es el temor a la pérdida de la tuición sobre el cuerpo y la vida, “el no poder hacer sus cosas”, el no poder tomar decisiones, el temor a la pérdida del rol social y familiar.

En definitiva, el gran temor es a la pérdida del control y, de hecho, es la gran lucha que todos deben hacer, por las buenas o por las malas, en el tiempo que dura la enfermedad. Pero, ¿por qué el temor a la muerte no aparece en primer plano? En realidad, la gran mayoría de las personas tienen un convencimiento invencible de que no pueden morir, en el sentido de desaparecer en la nada. Hay algo de inimaginable en la idea de desaparecer y esto se plasma incluso en prácticamente todas las tradiciones sapienciales que se expresan en las religiones, pero no solo eso. En la filosofía, una gran cantidad de pensadores han argumentado a favor de la inmortalidad del alma. Existe una intuición básica en el ser humano de que el mundo material no puede ser todo lo que exista, una intuición que nos coloca en un horizonte que aunque desconocido, es pura certeza de inmortalidad. Nuestra cultura tiene un gran problema con la pérdida del control, pero ni siquiera eso logra extirpar de nosotros el convencimiento de la vida después de la vida.