En una columna reciente, Jorge Gómez y Rafael Rincón criticaban con buenos argumentos el evidente anacronismo de la ley que obliga a las radios a programar un mínimo de 20% de música chilena, destacando que las nuevas tecnologías digitales y las formas de consumo que ellas hacen posibles condenan a la rápida obsolescencia a una normativa que, además, les parece “reaccionaria y sumamente paternalista”.

Tienen razón, pero creo que su crítica se queda corta en lo fundamental, que es la errada matriz conceptual (incluso ideológica) que inspira a la nueva legislación. La ley no sólo es mala porque nació tecnológicamente obsoleta, sino porque se equivoca de medio a medio en sus supuestos, en sus objetivos y en sus probables efectos sobre la industria musical.

De partida, el legislador asume que si el público escucha poca música chilena es porque tiene poco acceso a ella, no porque elija libremente consumir otra cosa dentro de la enorme variedad que le ofrece el mercado hoy en día. Y desde luego, también se da por supuesto que si dicho acceso aumentara por vía impositiva, la gente automáticamente mostraría una mayor preferencia por los artistas nacionales. Nada de esto está comprobado, claro, pero aun si la réplica es que así lo indican las encuestas, habría que recordar que la gente también reclama por más programación cultural en la TV cada vez que le preguntan, aunque en la práctica consuma todo lo contrario (también jura lamentar que no haya más estadistas de fuste, pero a la hora de la verdad mira las elecciones por la tele o vota por los políticos que ya sabemos).

La ley también asume que si a muchos músicos chilenos les cuesta hacerse un espacio en el mercado es porque no disponen de suficientes canales para darse a conocer, y no porque su obra quizás no guste al público masivo, que es al que apuntan las radios (y como si éstas no fueran las primeras interesadas en ofrecer un producto de alto rating, venga de donde venga). Se pasa por alto que, en la música como en otras artes, la llegada al gran público suele ser el fruto de una trayectoria profesional durante la cual el artista perfecciona su oficio, desarrolla una identidad propia y construye una audiencia, no el derecho adquirido de cualquiera que elija esa carrera. En otras palabras, los músicos se ganan la lealtad del público —ya sea grande o de nicho— principalmente por su talento, esfuerzo y perseverancia, no sólo gracias a una buena difusión, aunque esté garantizada por ley. Lo contrario sería suponer que la gente escucha lo que escucha únicamente motivada por el marketing y no por sus preferencias personales.

De hecho, en una medida importante las radios cumplen una función similar a la de las editoriales de libros, que filtran una inmensa cantidad de material para que sólo lo mejor —según diversos parámetros en constante cambio— llegue a los lectores. No toda novela merece ser publicada y leída, por mucho que lo desee su autor, como tampoco todas las composiciones musicales ameritan ser transmitidas y escuchadas por radio. Es políticamente incorrecto decirlo, pero ni todas las ideas son buenas, ni todos tienen la misma suerte, y el mercado —o sea, nosotros— fija condiciones de ingreso que sirven para separar la paja del trigo en forma razonablemente eficiente.

Aquí se hacen evidentes otras graves incongruencias que contiene la nueva ley, señaladas insistentemente por sus detractores. Por ejemplo, incluso si aceptamos que imponer por decreto un porcentaje mínimo de exposición radial es una forma eficaz de promover la música chilena, ¿por qué no aplicar esa lógica a otras manifestaciones artísticas potencialmente valiosas, pidiendo una “cuota” de libros chilenos en las librerías, de películas chilenas en los cines o de esculturas chilenas en las galerías y museos? ¿Por qué los músicos han de gozar del privilegio exclusivo de contar con una normativa que les garantiza un nivel mínimo de exposición?

Por otra parte, la propia definición de “música chilena” es engañosa, pues la ley sólo estipula que es la “creada, interpretada o ejecutada” por chilenos, nada más, no necesariamente la que representa —si es que tal cosa fuera posible— esa inasible identidad nacional por la que tantos rasgan vestiduras. Mientras sean interpretados por chilenos, el death metal, la cumbia, el jazz progresivo o una cueca cantada en francés también pueden en teoría reclamar su parte de la cuota. Pero además, ¿qué pasa cuando en una banda nacional hay integrantes extranjeros? Si el cantante es chileno, pero el compositor es argentino, o viceversa, ¿es música chilena o argentina? ¿Habrá que establecer una proporción “chilenamente correcta” de integrantes? Y si la sola condición de ser chileno es suficiente para exigir una porción del 20%, ¿no hay allí una discriminación positiva que resulta odiosa para cualquiera que valore el arte por el arte, y no por la nacionalidad de su creador?

Por último, como es impracticable asegurar una exposición equitativa a todos los músicos que quieran hacer valer su chapa de chilenidad como derecho a participar del 20% de programación nacional, lo más probable es que las emisoras terminen apostando por figuras conocidas y probadamente capaces de atraer audiencias. O sea, los mismos de siempre. La idea de que la ley producirá por sí sola una suerte de boom de artistas emergentes contradice todo lo que sabemos sobre cómo se alcanza el éxito en una carrera musical o en cualquier otra, a partir de la experimentación, del aprendizaje, de la disciplina, de la creatividad y del trabajo sostenido.

La ARCHI tiene razón cuando reclama que la ley afectará tanto la libertad de programación de las radios como la libertad de elegir de las audiencias, y también aciertan Gómez y Rincón al señalar que la tecnología digital hace que la norma esté anticuada incluso antes de entrar en vigencia. Se equivocan, en cambio, quienes celebran esta legislación como un nuevo y esplendoroso amanecer para la música chilena, pues lo más probable es que termine siendo irrelevante para lo que pretende, en el mejor de los casos, y en el peor, que sea un “cacho” que a los músicos y al público les va a costar sacarse de encima.

 

Marcel Oppliger, Periodista.

 

 

 

FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI / AGENCIAUNO

Deja un comentario

Debes ser miembro Red Líbero para poder comentar. Inicia sesión o hazte miembro aquí.