Uno sólo capta cuánto tiempo ha vivido fuera de Chile cuando vuelve a encontrarse con un terremoto. En mi caso, que he vivido más de 40 años lejos de la patria, el reencuentro tuvo lugar este pasado 17 de setiembre. Mi último terremoto en Chile había sido el del 8 de junio de 1971, cuando era un adolescente.

Con una intensidad de 7,5 y epicentro en Illapel, dejó un saldo de 85 muertos. Recuerdo que no habían pasado 15 minutos del sismo, cuando el ex Presidente Salvador Allende se dirigió al país a través de cadena radial llamando a la calma. Recuerdo que de las 400 casas de Petorca quedaron 10 en pié. La reacción inmediata de Allende la agradecimos todos, pues él mostró liderazgo, nos contagió de coraje e hizo saber que estaba junto a nosotros. Nadie le habría perdonado tardar horas en dirigirse a sus compatriotas.

El anterior terremoto había sido en 1965, también en la zona central. Entonces la autoridad no dudaba en enviar a las fuerzas militares a patrullar las zonas afectadas para ayudar a las víctimas y evitar saqueos. Éramos un país pobre y modesto de América Latina, y la gente esperaba pacientemente por la ayuda central. El sismo nos unía y mostraba algo que sólo ellos pueden mostrar: la inmensa soledad del país terremoteado. Aunque llegue ayuda, un país en parte en el suelo sabe que al final está solo y que dependerá de sus líderes, cohesión, expertos y recursos para levantarse.

He vivido en países en que no conocen los sismos. Cuba era uno de ellos. Allí hubo uno que todos recordaban: ocurrió en la zona oriental, en el siglo 19 o 20. En Alemania del este nadie había vivido uno. Lo mismo en Alemania Occidental, donde no obstante me sorprendió uno mayúsculo en 1992, que dejó muchos daños.

En Suecia los terremotos están sólo en el cine y la literatura, y en la zona del Midwest de EEUU son una rareza, no como en California, donde esperan un mega sismo. Y en México, bueno ahí yo estaba en la patria en términos de terremoto. Y me recibieron varios, uno de ellos muy fuerte, en el piso 20 de la Embajada de Chile en el DF. Tras cada sismo, en México salen todos a la calle y se ordenan alrededor de letreros que indican edificio y piso en que trabajan. Por ello vi allí a menudo manifestaciones de origen telúrico.

En Cuba me pedían que les contara cómo era un terremoto. Y escuchaban en silencio y lo comparaban con los huracanes. En Alemania los más cultos decían poder imaginar un terremoto por la noveleta “Terremoto en Chile”, de Heinrich von Kleist, escrita en 1806. En Estados Unidos la gente pensaba en el mega sismo de San Francisco, que destruyó a la ciudad en 1906, año en que uno devastó a Valparaíso.

Bueno, no había experimentado un terremoto como el de la semana pasada desde hace 44 años. Y me sorprendió solo en casa, en el campo, con aullidos de perros y el rumor grave y profundo de La Campana, en medio del silencio de los pájaros y las ondulaciones furiosas de la tierra de Olmué. Y escuché gritos lejanos de hombres y mujeres, alarmas que se disparaban, portones que se golpeaban, polvo que revoloteaba por el aire turbio, y luego una llovizna que quiso apaciguarnos y hacernos olvidar todo.

Fue ahí, en medio del terremoto, tratando de mantener el equilibrio y la compostura a campo abierto y sin que nadie me viera, que supe que estaba volviendo a conectarme con el Chile profundo, con sus dramas y tragedias naturales, con el amor y el temor que le tenemos a la tierra y al océano, con la conciencia de la fragilidad de las cosas y lo efímero que es la vida. Es en ese momento, tan cercano a la muerte, en el cual uno entiende por qué el chileno es propenso a arrojar la casa por la ventana en una fiesta o por qué es de mecha corta, y por qué es muy religioso o ateo convencido, y pasa de la euforia a la depresión, de la confianza en sí mismo a la inseguridad, de la disposición al sacrificio y también a no dejar pasar oportunidad alguna, por qué puede ser solidario o indiferente.

Somos un país joven y diverso, unido no sólo por las fronteras sino también por las inclemencias del tiempo y el látigo implacable de la naturaleza, un país que es capaz de levantarse una y otra vez de las ruinas y la adversidad, convencido de que nada es para siempre, pero más que dispuesto a conservar y defender todo lo que considera valioso. Como no nos conoce, Evo Morales se equivoca profundamente al hostigarnos y caricaturizarnos como país en su irresponsable campaña contra Chile y los chilenos. Y a muchos de nuestros políticos les ocurre algo parecido: más que hablar de los chilenos, deben salir a recorrer Chile, instalarse un tiempo en las regiones que representan, establecer el diálogo con nuestra gente, no sólo con la elite, y deben conocer sus condiciones de existencia y necesidades, sus sueños y aspiraciones, y sobre todo averiguar qué les causa indignación, qué visceral rechazo y qué productiva inspiración.

En los últimos 42 años he vivido, con intermitencia, cinco años en Chile, y este fue mi primer terremoto desde 1971. No me resulta fácil. Escribo esto bajo un parrón, interrumpiendo el trabajo con cada réplica en esta tarde de campo, entre vecinos. Siento que la reacción de la gente y los políticos ante el terremoto y tsunami me permitió entender mejor al país y la brecha que separa a la gran mayoría de su clase política. Seguiré observando el país desde el Chile profundo, lejos de las metrópolis y comunas donde habitan las elites de izquierda, centro y derecha.

 

Roberto Ampuero, Foro Líbero.

 

 

FOTO:VICTOR PEREZ/AGENCIAUNO

Escritor, excanciller, ex ministro de Cultura y ex embajador de Chile en España y México. Profesor Visitante de la Universidad Finis Terrae

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