La lista de la legislación fallida del actual Gobierno es clara y también nutrida: reforma tributaria (con su parálisis de la economía), reforma laboral (con sus conflictos latentes), reforma educacional (con insatisfacción generalizada).

Su hilo conductor no ha sido la reforma en sí. Más bien  producir la discusión y la tensión entre ambos bandos en  el Congreso. Se ha ido legislando en base  a la retórica ideológica y a la fricción partidista. No se han solucionado los problemas, sino, más bien, se han instalado nuevas situaciones que tendrán que resolverse más adelante. Se han elevado las encuestas al altar de la verdad sacrosanta.

Continuando con este ritmo absurdo de hacer las reformas mal, toca el turno de los “temas valóricos de la sociedad”. Aquellos que producen una mayor discusión y que tienen la capacidad de movilizar voluntades y pasiones. Los llamados al debate  se sienten “grandes” y “letrados” con sus opiniones grandilocuentes. Cero autocrítica, en especial cuando los errores se hacen obvios. Todos participan de la fiesta valórica y se transforman en los “grandes ingenieros de las almas”.

Telón de fondo ideal para los momentos en que se inicia la campaña de primera vuelta. Dimes y diretes entre los distintos sectores de la sociedad. Se legisla para la galería y con apuro. Es decir, queda la odiosa letra chica, la cual se ignora hasta que ella crece hasta un punto en que comienzan a aflorar los problemas y daños colaterales.

La discusión sobre el aborto fue prolongada y suscitó apasionadas discusiones. Su paso y resolución sobre el Tribunal Constitucional tuvo como beneficio adicional tratar de deslegitimarlo en caso de un fallo no favorable al oficialismo. No es necesario citar a nadie y para ello están las hemerotecas digitales.

Es decir, legislar y triunfar sin importar costos importantes para la sociedad. Y, claro, con el beneficio de tratar de hundir al adversario a través de la discusión pública y destemplada. Exponiendo no hechos, sino contradicciones. Donde la razón y la lógica quedan totalmente ausentes en el  horizonte chato de la consiga y el eslogan.

En los próximos meses veremos desfilar más leyes: matrimonio igualitario, por ejemplo; la reforma previsional como ingrediente adicional. En ambos casos se avizoran discusiones intensas. Que sea una buena y conveniente legislación no parece importar a nadie. Incluso, se llega al punto de invocar supuestas “obligaciones internacionales”, las cuales nadie reparó en su momento. Y presentan un gran dilema tanto al gobernante como al legislador: qué norma tiene la supremacía, ¿la interna o la extranjera? Un debate que, por cierto, comienza a tornarse agudo en otras latitudes. Las naciones han comenzado a darse cuenta de que se ha ido cediendo soberanía en materias legislativas, y que se ha llegado a un punto en el cual se van presentando problemas más que soluciones.

Ejemplos de lo anterior pueden encontrarse en la lucha contra el terrorismo que están llevando a cabo muchos países del primer mundo. La urgencia por mayores controles y mejor seguridad colisiona de frente con supuestos derechos que se han ido cediendo de manera subrepticia; derechos que nadie reparó oportunamente y que ahora vienen a gatillar situaciones de crisis.

Así las cosas, nuestra campaña política nos trasladará hasta noviembre en medio de consignas, eslóganes, ideas mal digeridas, un copy-paste de legislaciones extranjeras, ideas varias del PNUD, la OCDE y otros organismos internacionales que nos dejarán una legislación fallida que habrá que, votos y mayorías mediante, rehacer o derogar en un futuro Gobierno. Después de la fiesta… la resaca.

¿No sería acaso mejor —puesto que todos juran servir los más altos intereses de la patria— legislar con calma, con conocimiento, con modestia y con seguridad de hacer las cosas lo mejor posible? Para eslóganes y lugares comunes no necesitamos la luz de la educación universitaria (salvo que ella sea una excusa  para tener, costeado por el Estado, un laboratorio de activismo y agitación política).

Más bien, para legislar en serio necesitamos mirar desapasionadamente los problemas del país. Escuchar a la gente. Hablar con la verdad y no con la ideología. Y no tratar de sacar una ventaja política en desmedro del bien general de nuestros compatriotas que, al fin y al cabo, son los mandantes de todo aquel elegido por elección popular.

 

Enrique Subercaseaux, ex diplomático y gestor cultural

 

 

FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO

 

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