Las reacciones ante los resultados de la última encuesta CEP fueron más que predecibles. Interrogada una buena parte de la clase política sobre la caída brusca de la aceptación de casi todos, del lado de la coalición de gobierno se manifestó tristeza por el nuevo resultado adverso y el compromiso de seguir «trabajando más» para revertirlo; mientras del lado de la oposición se identificaba la baja ajena como un llamado a cambiar de orientación, sin reconocer el apoyo también paupérrimo de la Alianza en la opinión pública.

Poca atención se prestó, sin embargo, a la evidencia tremenda de impopularidad del sistema en su conjunto. Como lo hizo ver esta semana el ex Presidente Lagos, más allá de que a algunos les vaya mejor que a otros, en el gráfico que cruza el nivel de conocimiento de las personas y la aprobación que reciben, el único casillero realmente virtuoso, el que incluye a aquellos que a la vez son conocidos y aprobados por la mayoría, aparece completamente vacío.

Que la principal crisis está en la política lo revela también la encuesta. Las personas que opinan que la economía no anda ni bien ni mal son más que las que opinan que está mal. Sumadas a las que opinan que anda bien, son mayoría en la muestra. En cambio, los que opinan que la política anda bien son minoría; si se les pregunta si la situación política país irá mejor o peor, la cifra de los que piensan que empeorara o que no mejorara son más del 80%.

En otros términos, la gente está preocupada por la economía de manera normal. Pero está hastiada de la política, en exceso.

Pero las cifras más dramáticas están reservadas a las instituciones y, muy especialmente al Congreso y a los partidos, que son elementos básicos, imprescindibles, de cualquier democracia. Si la política es la manera de conseguir gobernabilidad en sociedades complejas, éstas no pueden asegurar su futuro sin el sistema de mediación, negociación y expresión de las mayorías que se genera través de los partidos y el Congreso.

La democracia queda así debilitada y a merced de mayorías efímeras o de caudillos populistas. En Chile no habrá salidas autoritarias ni rupturas dramáticas. Pero si esta tendencia se prolonga indefinidamente, puede llevar a rebajar definitivamente la calidad de la política y, por ende, su capacidad de generar gobiernos de mayoría legítimos y eficientes.

La degradación del proceso democrático ha sido y es hoy, realidad en muchos sistemas. Está ocurriendo en la democracia norteamericana, donde la parálisis legislativa es casi total, la histórica capacidad de esa gran democracia de alcanzar acuerdos bipartidistas ha desaparecido y, al menos en uno de sus partidos, los electores buscan reflejar en un personaje estrafalario su disgusto y lejanía de todos sus líderes.

En la polis de hoy, en que cada ciudadano obtiene su información de miles de medios y se representa a sí mismo con su Internet, y en que muchos políticos buscan agradar individualmente a «la calle» (una «calle» con muchas caras distintas) a expensas del esfuerzo colectivo que es de la esencia de una política seria, el deterioro es posible y se está produciendo de manera grave.

El mundo político no puede echarle la culpa de esta oscura situación a nadie, sino a sí mismo. Éste no es un problema de comunicaciones o una consecuencia fatal de la pérdida de valores en la sociedad de consumo. Es un problema generado por nuestros errores e insuficiencias. Y seguir dedicados a salvar la propia piel y echarle la culpa a otros acentuaría las divisiones y la parálisis.

Parece mejor, entonces, buscar resultados concretos. La política no vive de discusiones interminables y divisivas, ni de arrebatos individuales. Vive de resultados beneficiosos para la gente.

En primer lugar, parece indispensable alinear las prioridades del gobierno con los problemas reales del ciudadano común. No existe un rechazo a las prioridades fijadas, sino a la omisión de otras. La alarma pública con los problemas de seguridad debe ser enfrentada. Si a la agenda ya conocida somos capaces de agregar, como prioridad fundamental, enfrentar la violencia y el crimen que casi dos tercios de los ciudadanos incluye entre sus propias prioridades, ese sería un gran avance. Los políticos progresistas han sido criticados muchas veces por no prestar atención a este problema; cambiemos ese cuadro de raíz, con un programa de enfrentamiento de la violencia mucho más sustantivo y visible que el actual.

Segundo, en esta y otras áreas, es indispensable mejorar la gestión pública. No sé si son muchos o pocos los funcionarios de gobierno que están ahí en función de repartos mal concebidos y que no cumplen su función. Pero se notan demasiado y un remezón de proporciones, que muestre que ésta no es cuestión de repartos, sino de eficiencia, tendría un impacto en la imagen negativa de un gobierno acusado de pasividad.

Tercero, paremos la pelea y acentuemos los acuerdos para sacar adelante el país. La ciudadanía se entretiene viendo cómo los políticos se pelean; los medios hacen su negocio con esas peleas. Pero esas peleas solo ayudan a aumentar el desdén hacia los políticos. Una búsqueda de diálogo y acuerdo en las coaliciones y más allá de ellas, tiene efectos virtuosos. Y creo que la mayor parte de la gente espera ese cambio de conducta: un serio esfuerzo de diálogo y entendimiento de sus actores políticos.

Cuarto, los partidos tienen que tragarse entera la píldora de la reforma. Un 3% de aprobación es tocar fondo. Esa cifra es probablemente menor que el número de personas que pertenecen a los partidos. Hay propuestas, como el refichaje, que son muy duras y difíciles de implementar. Pero nunca habíamos estado en una situación como esta, y cualquier esfuerzo es válido para recuperar la confianza pública.

Quinto, saquemos  íntegra la agenda de transparencia. No digo que deba ser exactamente igual a lo que recomendó la Comisión Presidencial, porque el Congreso tiene la facultad y el deber de modificar esas propuestas. Pero es necesario evitar que se ponga en duda la voluntad de ir verdaderamente a fondo en esta materia, motivo principal de sospecha de muchos.

Sexto, la agenda de la Presidenta sobre la desigualdad (reforma tributaria, reforma laboral y reforma educacional) debe ser discutida y aprobada en los plazos más breves posibles. El diálogo es necesario, casi indispensable para evitar divisiones excesivas. Pero los plazos son también cortos. Gradualidad no es parálisis y esta agenda es el corazón del programa de gobierno y despacharla es condición esencial de su éxito.

Por último, el mundo político debe ser capaz de superar los individualismos y privilegiar, por sobre todo, el esfuerzo. Alguien dijo que no existe tarea humana, por difícil que ella sea, que no se pueda alcanzar, siempre que nadie intente usarla para su propio provecho. Dejemos de lado las tentaciones de construir o reforzar liderazgos personales a costa de la política como compromiso colectivo.

Reconstruir la fe en la política no es cuestión de personas y nombres, sino de esfuerzo colectivo y compromiso de todos. Los políticos están para resolver los problemas de la gente, no para creárselos. Y eso lo hacen mejor trabajando juntos y no compitiendo entre ellos.

 

José Miguel Insulza, Foro Líbero.

 

 

FOTO:CRISTOBAL ESCOBAR/AGENCIAUNO

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