¿Qué duda cabe que el recurso a la violencia en sus diversas formas ha aumentado exponencialmente? No sólo la delincuencia callejera, sino también el crimen organizado – en especial el narcotráfico -, el vandalismo que suele acompañar a las protestas y una mayor crueldad en los casos de robos o asaltos dan cuenta de este fenómeno. La forma de delinquir se ha ido desarrollando a la par con la sociedad. No incluimos en el listado los delitos informáticos, que siendo graves sin embargo no incluyen la coacción física, salvo en contadas excepciones. Pero no podemos pasar por alto ni la violencia intrafamiliar -el femicidio y el maltrato infantil – ni la crisis en la Araucanía, que ha pasado de una efervescencia social a la acción de grupos armados que usan la violencia para alcanzar sus objetivos, provocando alarma en la población.

Hay indicios que entre los grupos delictuales de distinta naturaleza puede haber algún tipo de relación. Se ha hablado, por ejemplo, que los extremistas de la Araucanía participan del tráfico ilegal de la madera y que en su actuar se advierte la presencia de jóvenes anarquistas o antisistema urbanos.

Oscar Guillermo Garretón ha llamado la atención sobre el peligro de acostumbrarnos a convivir con un grado mayor de violencia y la posibilidad que nos encaminemos a un tipo de sociedad que se asemeje a Colombia o México. Es un planteamiento sobre el cual vale la pena reflexionar.

En primer lugar, es importante tener un diagnóstico objetivo sobre las diversas expresiones de la violencia en nuestra sociedad. Sería útil que las universidades y organismos como Paz Ciudadana pudieran abocarse a esta tarea. Sabemos que existe siempre una diferencia significativa entre lo que realmente ocurre y la percepción de la ciudadanía, que muchas veces se ve impactada por noticias de delitos graves y se forma una imagen peor de la realidad.

Por otra parte, sería útil medir el grado de legitimidad de ciertas acciones violentas y la sensación de desamparo y temor de la población. La actitud frente al narcotráfico en ciertos barrios populares lo demuestra: se sabe quiénes actúan, pero nadie se atreve a denunciarlos. Contribuye a ello la caída en la valoración social de Carabineros y la pérdida de legitimidad de algunas de las actuaciones policiales más controvertidas.

Convengamos que Chile vive una etapa más violenta. El dilema es, entonces, cómo enfrentar este desafío con los instrumentos que existen para evitar que lleguemos a extremos como los que ocurren en otros países. Los llamados a usar la mano duran carecen de eficacia. En un reciente estudio expertos en contrainsurgencia recomiendan, por ejemplo, no involucrar a las FF.AA. en materias de seguridad pública, ni siquiera en la Araucanía (ver último informe de Athenalab) a través de la declaración de Estado de sitio.

Ese centro del análisis propone para la Araucanía:

1.- Defender siempre el Estado de Derecho; 2.- Realizar mayor inteligencia local; 3.- Cortar fuentes de financiamiento, para lo cual habría que reforzar la investigación de los delitos ocultos de robo de madera, abigeato y extorsiones; 4.- No inmiscuir a las FF.AA., por el momento y 5.- Demostrar voluntad política de querer resolver el problema de fondo y no seguir administrando la crisis.

Otro tanto cabría indicar respecto de las otras manifestaciones de la violencia, en especial el narcotráfico y el lavado de dinero que lo alimenta.

Distinto es el caso de la violencia callejera o del vandalismo que se infiltra en las protestas. Sociológicamente hay que poner el foco en esa enorme masa de jóvenes marginales que salidos de la educación media no trabajan ni estudian, ni hacen el servicio militar y en aquellos que han desertado del sistema escolar y cuyo entorno familiar es disfuncional. Muchos pasan por el SENAME y sus organismos cooperadores.

Esta situación de exclusión y “descarte” se ha agravado con la pandemia y la mayor desocupación, pero estamos lejos todavía a lo que ocurre en El Salvador con las llamadas “maras” o bandas juveniles. La sociedad debe tender la mano a esos jóvenes y buscar alguna forma de vincularlos a la vida normal. Hay que rescatarlos de una cultura de la competencia donde todo vale y donde la ley pierde valor.

Para enfrentar estas tareas se ha ido abriendo paso la idea de contar con un Ministerio de Seguridad Pública. Este enfoque existió en el primer gobierno de M. Bachelet. No se pudo materializar porque no había un consenso sobre desprender el orden público de la competencia del Ministerio del Interior. Entonces, se optó, por realismo, en traspasar la dependencia de Carabineros de Defensa a Interior y añadirle una competencia específica en materia de seguridad pública y combate al delito. Con la Convención Constitucional ad portas tal vez ha llegado el momento de que el Ministerio del Interior tenga la Jefatura del Gobierno, sea en un esquema presidencial o semi-presidencial, y se pueda entonces crear un Ministerio cuya competencia única sea la seguridad ciudadana. Cabría analizar entonces que el Servicio de Gendarmería pasara también a formar parte de su competencia.

Por otra parte, es indispensable abordar una modernización de Carabineros, que ponga al día su doctrina y sus métodos de actuar, sacando lecciones de su larga experiencia. Pese a la crisis que atraviesa la institución, en sus 70.000 integrantes hay espíritu de servicio público y grados importantes de probidad que es preciso mantener e incrementar. Carabineros es una institución bien valorada en muchos países de la región, que solicitan su asistencia. Ha llegado el momento de dar un paso adelante y rediseñar su organización, tal vez diversificando funciones, y poniendo al día una doctrina que tenga como centro el servir a la sociedad y a los ciudadanos, respetando siempre sus derechos y la ley.

Sobre las críticas a la reforma procesal penal y a un posible garantismo de algunos magistrados, cabría realizar una evaluación seria sobre el funcionamiento del nuevo sistema de enjuiciamiento criminal, y lo más seguro es que el balance sea claramente positivo con relación al sistema inquisitorial anterior. La tarea que sí sigue pendiente es poner al día el Código Penal a la luz de lo señalado. Este cometido pasa de un gobierno a otro sin ver la luz.

Importante desafío tiene la Convención Constitucional al diseñar un sistema político en que la seguridad ciudadana sea un valor eje de la convivencia y al definir un Estado que integre a los pueblos originarios valorando su pluralidad. Por su parte, los candidatos a la Presidencia deben hacer propuestas concretas sobre esta materia que tanto preocupa a la ciudadanía.

La violencia no retrocederá de la noche a la mañana. Pero lo importante es pasar de una etapa en que las fuerzas políticas se recriminan recíprocamente por la situación actual a otra en que prime el espíritu de innovación y colaboración. Entonces los ciudadanos podrán volver a confiar en las instituciones.

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