Ya es probable que podamos dar por finalizado el impasse de Cencosud. Luego que la empresa decidiera mantener el sueldo de sus trabajadores y no acogerse a la nueva ley de protección del empleo, el problema estaría solucionado.

Sin embargo, todo el asunto deja algunos ámbitos de reflexión, y en particular en materia de ética empresarial. ¿Por qué? Desde mi perspectiva, porque una actuación como la de este retailer falla en un aspecto que podemos llamar de inteligencia ética o moral (que para el caso son lo mismo, cuando ética y moral se distinguen sólo en el origen etimológico). Este tipo de inteligencia -también llamada prudencia– es aquella capacidad que nos permite actuar correctamente conforme a ciertos principios. Se refiere a la capacidad de “leer entre líneas” en materia de asuntos sociales, políticos y morales, y de luego actuar de acuerdo con esa lectura. Así, el inteligente moral actúa en base a ciertos principios rectores de la realidad económica y empresarial; principios rectores que son de orden moral.

Algo así ocurre con el cumplimiento de la ley cuando no sólo se acata lo que indica la normativa, sino que también se comprende el espíritu de una legislación. Un ejemplo de esto se muestra en la capacidad de comprender que tanto la elusión como la evasión de impuestos son éticamente ilícitos. La última está expresamente prohibida. La primera, en cambio, si bien no está explícitamente prohibida, es contraria a lo que busca la legislación. En este sentido, inteligencia moral puede entenderse como la capacidad de comprender que, tanto los paraísos fiscales, como cualquier otro instrumento elusivo, es ilícito porque es contrario al bien público. El asunto, por tanto, está en la capacidad de entender el espíritu de la legislación -los principios morales que lo guían- y de adherir a él.

En esta misma lógica, cuando la empresa aprovecha los beneficios de la nueva ley de protección del empleo y luego reparte utilidades (aún cuando esas utilidades correspondieran a un período fiscal previo a la crisis), hay una suerte de incoherencia en cuanto al espíritu de la legislación y su cumplimiento. En efecto, la protección del empleo se justifica en un contexto en que las empresas no tendrán recursos suficientes para pagar sueldos o compensaciones, y el reparto de utilidades -que es la compensación legítima del inversionista- puede ser interpretada como un acto de favoritismo que pone arbitrariamente a un grupo de stakeholders por sobre otro; aun cuando -como digo- sea permitido por la legislación o no esté expresamente prohibido. Así, era mejor disminuir a la vez y proporcionalmente el beneficio de trabajadores y accionistas, resguardar a los trabajadores más pobres y a los accionistas minoritarios, etc. Medidas como estas hubiesen mostrado la capacidad del directorio de entender lo que busca la legislación y la sociedad.

Esto, sin embargo, no se refiere a que la empresa caiga en la lógica maniquea de “los ricos contra los pobres” que subyace en muchas de las críticas que aparecen en los medios de comunicación. Ni todos los accionistas son ricos, ni todos los trabajadores son pobres. El asunto está más bien en la necesidad de que la empresa -esta y todas- se muestre como una institución capaz de articular las necesidades de todos aquellos que la componen (trabajadores, directivos y accionistas) de manera equilibrada y con sentido de justicia, aún cuando signifique ganar menos en el corto plazo. Este equilibrio, que es difícil de conseguir en las condiciones cambiantes del mercado, requiere una buena dosis de inteligencia moral, que no sólo calma la conciencia, sino que también resguarda las instituciones y el mercado.