La incorrección política está de vuelta. Así como a los bombachos hip-hoperos le sucedieron los pitillos hipster, hemos pasado de la exigencia de no decir nada que pueda herir la susceptibilidad de nadie, a sentirnos autorizados para hacer y decir lo que se nos venga en gana. Sobre todo, hoy la lleva denunciar la censura de lo políticamente correcto. La incorrección política es la nueva corrección política. Este verano, siéntase libre de soltar frases incómodas a destajo; apenas algún hipersensible le reproche algo, usted le dobla la apuesta en nombre de la libertad de expresión.

Porque, la verdad sea dicha, la antigua corrección política era insoportable. A nadie puede gustarle caminar pisando huevos. Nos veíamos tan ridículos que hasta Tulio Triviños —desde su púlpito en 31 Minutos— parodió la tendencia, invitándonos a todos y todas a un programa de verano y verana en La Moneda y Lo Monedo. Peor que ridículo, era —en palabras de Juan Carlos Bodoque— “un empeño idioto”, enemigo del pensamiento libre y de la expresión clara. Más grave todavía, concluyó en un discurso contradictorio, porque queriendo proteger a las personas de la violencia y la discriminación, acabó por estigmatizar a una gran masa de deplorables, incapaz de subirse al carro de los escrúpulos y la sofisticación.

Pero —gran verdad de la moda— el tiempo no pasa en vano. Se engañan los nostálgicos de la época en que el sentido común enseñaba que las mujeres van en la cocina, los pobres son flojos y los maricones son degenerados. Es cierto, alguna vez alguien pudo afirmar tal cosa inocentemente. Ya no. A ese jardín del Edén no se vuelve así de fácil. Quien afirma tamañas brutalidades sabe lo que está diciendo. Sabe que aquello es políticamente incorrecto, que está mal decirlo, que en algún lugar alguien se va a molestar. Precisamente por eso lo dice. La incorrección política es un placer rebelde, cínico y sádico. El que goza diciendo pachotadas defiende lo indefendible a sabiendas. Insulta, hiere y se enorgullece.

Es, además, una estrategia hipócrita. El políticamente incorrecto aprendió bien la lección de los políticamente correctos y ha comenzado, él también, a victimizarse. A dondequiera que va, acusa censura y llora en nombre de la libertad de expresión. Y así, las feministas son feminazis y los movimientos en defensa de los derechos de los homosexuales son la Gaystapo. Al incorrecto le gusta imaginarse que vive en un Estado totalitario bienpensante. Pretende equiparar el reproche social que le hacen, con la opresión que sufren y han sufrido grupos históricamente discriminados. Es como el matón del curso que se pone a llorar tan pronto como la profesora le pone una anotación negativa por hacerle bullying a sus compañeros.

Quedan dos posibilidades. Una opción es pasarnos de la antigua moda de la hipercorrección a la nueva moda de la incorrección política. Por supuesto, como toda moda, ambas tendencias son bastante tontas. Solo que la segunda tendencia es, además, mala. Bajo su superficie se mueven fuerzas históricas y sociales que no acabamos de comprender y que parecen querer arrastrarnos hacia la barbarie. La alternativa es ponerse a pensar, es decir, a escuchar, a distinguir, a matizar y sobre todo, a no caer en los extremos de escandalizarse por todo ni andar por la vida diciendo burradas. Acaso algún día los expertos en tendencias nos cuenten que pensar es lo que se viene para la próxima temporada. Mientras tanto, resistamos.

 

José Miguel Aldunate, abogado, licenciado en Filosofía y magister en Teoría Política

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