La llegada de las elecciones vuelve a poner en primer plano el papel de los ciudadanos de a pie en el futuro del país. El momento actual es en extremo frágil ‒basta ver las señales de deterioro institucional de los últimos meses‒ y quienes sean elegidos por la ciudadanía este fin de semana pueden contribuir a superar la crisis o, por el contrario, agudizarla. Es cierto que nuestros problemas son de largo aliento y no se resolverán solo con un texto constitucional, pero lo que ocurra en estos meses a raíz de la elección será decisivo para las próximas décadas.

Los chilenos son los protagonistas y su voto responsable e informado es crucial para intentar salir del atolladero. Entre un mar de candidatos, esto supone votar por quienes tengan la mejor lectura del momento actual y desconfiar de las recetas demasiado simples para superar la crisis. Por otra parte, resulta imprescindible atender al tono de los candidatos, a su disposición a dialogar y llegar a acuerdos de cara al bien común, lejos del atrincheramiento y del voluntarismo que busca imponer un modelo o pasar la aplanadora. La actitud confrontacional (de derecha e izquierda) ayuda poco a resolver nuestros problemas. Un país es un proyecto común entre personas diversas y su verdadero éxito tiene que ver con la posibilidad de convivir; quienes no lo entiendan no parecen estar capacitados para la tarea de redactar una Constitución. Por último, el buen resultado del acto de este fin de semana depende de la disposición de los electores a tomar distancia del mundo del espectáculo, de esa farándula televisiva cuya lógica ha transformado la política en otro show mediático. Nada bueno puede salir si quienes resulten electos se ven a sí mismos como voceros de causas de moda y renuncian a su indispensable labor de mediación, que supone procesar esas voces, interpretarlas y encauzarlas en políticas constructivas.

En suma, los ciudadanos tienen la posibilidad de ayudar a la recuperación de la política y eso solo es posible si eligen a los candidatos más idóneos, que den señales de querer servir al país y no solo a sus propios intereses. Lo anterior implica enfrentar estas elecciones desde coordenadas algo distintas a las conocidas: en un momento en que el escenario político se ha transformado sustancialmente, la disyuntiva ya no es tanto entre pactos, sino entre quienes valoran la democracia y la deliberación política y quienes en el fondo la desprecian.

Chile parece encontrarse en un cruce de caminos, donde un pequeño paso puede llevarnos por derroteros muy distintos. Pese a la fragilidad del momento, hay algunos signos de esperanza: hoy tenemos una conciencia más fina de los desafíos sociales y políticos que enfrentamos (no hay como vivir en la verdad, aunque resulte inconfortable) y existen, en todo el espectro político, personas abiertas a un reformismo constructivo, lejos de cualquier afán refundacional. Si la libertad de los ciudadanos lo hace posible, la discusión pública de los próximos meses aún puede darse dentro del ámbito de la racionalidad y la mesura. Hoy todo depende de que cada uno vote y lo haga en serio, resistiendo la tentación de la superficialidad o del mero cálculo.

Las elecciones nos hacen sentir en primera persona que el destino del país no pende solo de un puñado de actores políticos. Pero el futuro dependerá también de que comprendamos que el protagonismo ciudadano no se reduce a participar cada cierto tiempo en unos pocos procesos eleccionarios. Es posible que la pasividad de la gente de a pie sea un ingrediente importante de nuestra crisis. Si esto es así, tenemos una tarea gigantesca por delante, que comienza por la formación de políticos e intelectuales públicos y debe llegar a la educación en todos los niveles. Aquí la palabra decisiva no la tienen ni el Congreso ni el Ejecutivo ni la Convención Constituyente, sino la sociedad civil.

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