Entre los principios sociales más cuestionados durante la discusión constitucional, se encuentra el principio de subsidiariedad. ¿Cómo debemos comprender este principio? La pregunta es crucial debido a la confusión –y muchas veces deliberada tergiversación– que de él se ha hecho, tanto por parte de sus críticos como de sus defensores.

Recientemente el Papa Francisco dedicó una audiencia general a explicar el principio de subsidiariedad, en el contexto de un ciclo de catequesis denominado «Curar al mundo». Lo hizo por medio del siguiente ejemplo: una persona que trabaja por los pobres, a la hora de explicar a qué se dedica, declara: «Yo enseño a los pobres, yo le digo a los pobres lo que deben hacer». Ante esto, el Papa replica con fuerza: «No, esto no funciona, el primer paso es dejar que los pobres te digan cómo viven, qué necesitan: ¡Hay que dejar hablar a todos!».

El ejemplo es magnífico para comprender este principio, por dos motivos.

En primer lugar, porque evidencia dos actitudes que son incompatibles con el principio de subsidiariedad. Por un lado, al Papa le preocupa que la ayuda a los pobres no sea un mero asistencialismo. El asistencialismo contraría la dignidad de los pobres, porque solo los considera como sujetos pasivos de las soluciones. En efecto, no tiene sentido suplir y anular («yo les digo lo que deben hacer») a quienes se busca ayudar. Pero al Papa también le preocupa que los pobres se vuelvan invisibles. Una sociedad que solo se guía por el mérito y la competencia es una sociedad que termina viendo a los pobres como una piedra de tope para el progreso.

En segundo lugar, el ejemplo es notable porque no habla del Estado. El Papa se refiere –aunque no emplea este concepto– a una «sociedad subsidiaria». ¿Qué significa esto? Significa una sociedad que entiende que la responsabilidad por el bien común recae primeramente en sus miembros. Dicho de otro modo: una sociedad que asume que a todos nos compete colaborar para que los demás puedan realizarse. Obviamente el Estado tiene una labor insustituible, por ejemplo, a la hora de asegurar una redistribución justa de la riqueza que garantice condiciones mínimas de igualdad y justicia (y por ello también es pertinente hablar de «Estado subsidiario»). Con todo, lo fundamental es que las personas, y las agrupaciones sociales, asuman un compromiso vital para con el resto de la sociedad. Así, por ejemplo, podríamos hablar de la función subsidiaria de la empresa, que se traduce –entre otras cosas– en que los empresarios se preocupen de generar las condiciones laborales para que los trabajadores se realicen como personas.

Subsidiariedad significa ayuda, asistencia. No suplencia. De algún modo, esa ayuda debe dirigirse a que todos asuman sus propias responsabilidades. De hecho, con esto termina el Papa su reflexión sobre la subsidiariedad. Y asumir las propias responsabilidades, en cualquier sociedad que se digne llamar como tal, significa preocuparse por el bien de los demás, principalmente de los pobres. Así, el principio de subsidiariedad puede plantearse, en definitiva, como un principio de justicia que exige que cada uno colabore con los otros para que también ellos puedan colaborar. De esto se trata, en último término, ser ciudadano.

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