Hace exactamente dos siglos tuvo lugar la batalla de Maipú, con la cual se cerró una importante fase militar de la independencia de Chile, si bien quedaban todavía algunas zonas del territorio del sur que no estaban sometidas al nuevo sistema de gobierno. Una situación análoga, como sabemos, involucró a la gran mayoría de los reinos de la monarquía española en el continente americano.

El proceso de emancipación había contado con muchos momentos importantes y su comienzo podía fijarse el 18 de septiembre de 1810, fecha en la que se formó la Primera Junta de Gobierno. Si bien en su inicio el Cabildo Abierto y la Junta del 18 de septiembre se habían presentado como fidelistas al rey Fernando VII, con el paso de los meses avanzó hacia el separatismo decidido e irreversible. Así comenzaba, la independencia, lo que Simon Collier denomina “el cambio más cataclísmico” en la historia de Chile (en Ideas y política de la Independencia chilena, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1977).

Durante el período de la llamada Patria Vieja (1810-1814) surgieron los primeros periódicos, cuyos nombres -por contraste- ilustran muy bien el ambiente de la época: Aurora de Chile, Seminario Republicano y Monitor Araucano. En el ámbito político nació el primer Congreso Nacional, que fue inaugurado en 1811 en una fecha simbólica: el 4 de julio, el mismo día de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. En esos años también hicieron su aparición los primeros símbolos nacionales, la bandera y el escudo, aunque cambiarían hasta encontrar su forma definitiva.

Una de las creaciones más originales y perdurables del período fue el Instituto Nacional, centro de enseñanza que conserva su vigencia hasta hoy. Nació con el objetivo, definido por Camilo Henríquez, de dar a la patria ciudadanos que “la defiendan, la dirijan, la hagan florecer y le den honor”. En la misma línea podemos situar la emblemática Biblioteca Nacional, que también ha desarrollado una valiosa contribución cultural en sus más de dos siglos de vida.

El proceso independentista, en el plano político y militar, tuvo altibajos e incluso contradicciones. Un Reglamento Constitucional Provisorio de 1812 -el mismo año de la Pepa, de Cádiz- mantuvo como rey a Fernando VII, pero explicitando: “Ningún decreto, providencia u orden, que emane de cualquier autoridad o tribunales de fuera del territorio de Chile, tendrá efecto alguno; y los que intentaren darles valor, serán castigados como reos del Estado”. Sin embargo, los hechos mostraron otra cosa, y hacia 1814 ya estaba consolidada la restauración de la monarquía: el resultado final sólo se definiría por las armas.

El año decisivo fue 1818, exactamente hace dos siglos. El primer hito fue la Declaración de la Independencia, un documento clave que se repetía en distintos lugares del orbe, como ha destacado David Armitage, gran estudioso de este tipo de documentos: “Los años que van de 1809 a 1830 fueron testigos del primer gran momento para las declaraciones de independencia en la historia mundial. Casi todas las declaraciones promulgadas durante estas décadas provinieron de Iberoamérica. De Texas en el norte a Chile en el sur, juntas y congresos, pueblos y emperadores proclamaron la libertad e independencia de sus respectivas ciudades, provincias, estados, naciones e imperios” (en Alfredo Ávila, Jordana Dym y Erika Pani, coordinadores, Las declaraciones de Independencia. Los textos fundamentales de las independencias americanas, El Colegio de México/Universidad Nacional Autónoma de México, 2013).

El texto chileno, firmado por Bernardo O’Higgins, hacía saber “a la gran confederación del género humano que el territorio continental de Chile y sus Islas adyacentes forman de hecho y de derecho un Estado libre Independiente y Soberano, y quedan para siempre separados de la Monarquía de España y de otra cualquiera dominación, con plena aptitud de adoptar la forma de gobierno que más convenga a sus intereses”. Era un paso grande, necesario, pero todavía no suficiente.

Faltaba el segundo hito, que fue la batalla de Maipú, que enfrentó en la zona sur de la capital de Chile a los ejércitos realista y patriota, este último con gran apoyo de las fuerzas del General José San Martín, héroe trasandino. La victoria permitió cerrar casi definitivamente la independencia en un plano militar, además de abrir paso a la consolidación de un proceso similar en Perú.  Su trascendencia, sin embargo, fue mucho más allá, como muestra Luis Valentín Ferrada en La Batalla de Maipú (Santiago, Centro de Estudios Bicentenario, 2018): contribuyó a la conformación de la identidad nacional, tuvo una dimensión religiosa a través de la construcción posterior del Templo Votivo de Maipú (que muestra la continuidad en este ámbito, pese a la ruptura política) y en los años siguientes el 5 de abril fue celebrado como una verdadera fiesta nacional.

Con el paso del tiempo y el olvido de la guerra se produciría un reencuentro entre Chile y España, que pasarían a ser países que disfrutarían de una larga y sólida amistad.

 

Alejandro San Francisco, historiador, académico de la Pontificia Universidad Católica de Chile y de la Universidad San Sebastián, director de Formación del Instituto Res Publica (columna publicada en El Imparcial, de España)

 

 

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