“Compañeros, a preparar las asambleas”. Esa fue la airada reacción del diputado Gabriel Boric ante el nombramiento del gabinete de Sebastián Piñera.

Declaraciones como ésa se han vuelto de uso común en el Frente Amplio y así, durante la candidatura presidencial, el  movimiento liderado por Beatriz Sánchez, Giorgio Jackson y Boric resaltaban de su programa el que fuera fruto puro de asambleas ciudadanas no-institucionalizadas a lo largo del país. Esta forma de participación directa sin intervención de instituciones formales, o asambleísmo, ha cobrado durante los últimos años fuerza y se ha normalizado a un punto tal, que pareciera incluso inmoral cuestionarla. Después de todo, diría un Frente Amplista, ¿qué puede ser más democrático, desinteresado y justo que la expresión ciudadana manifestada en una asamblea?

Los griegos, padres de la política y la filosofía, fueron los primeros en identificar esta forma espontánea e informal de democracia: la llamaron “Oclocracia”, o el gobierno de las muchedumbres. Polibio, filósofo que acuñó el término, no sólo criticaba esta forma de democracia  tan particular, sino que la consideraba el último estado de degeneración del poder, incluso peor que la tiranía o la monarquía. Casi dos milenios después Rousseau advertiría que esta forma tumultuosa de hacer política podía llevar fácilmente a confundir la voluntad de ciertos grupos con la voluntad general  de la población, algo que ha resultado paradigmático en el caso chileno. Cuando esa confusión se produce, el poder pasa a ser absoluto y se puede justificar cualquier tipo de acción en aras de un supuesto interés superior, llevando incluso a una supresión total de la democracia; o como diría Tocqueville, a una “tiranía de la mayoría”.

Sobran ejemplos históricos de la cara oscura del asambleísmo. Los jacobinos franceses usaron la guillotina a destajo contra todo el que se opusiera a la voluntad del “Comité de Salvación Pública” —un conjunto de individuos reunidos de manera improvisada, caótica y vociferante tras la caída de la Corona—,  pero luego sus propios líderes terminarían inclinándose ante el verdugo. La lección es que la política asambleísta es generalmente radical, temperamental y susceptible de cambios significativos en su forma de pensar.

Más tarde los Soviets, en los albores de la Rusia comunista —que agrupaban a verdaderas hordas con muchos miles de militares, campesinos y obreros en torno a un caos deliberativo—, fueron fácilmente manipulados por un solo hombre (Lenin) y su reducido grupo de seguidores, que supieron ser audaces e implacables. Cuando el pueblo se percató de que había sido utilizado, ya era muy tarde y los comunistas sometieron el último foco de resistencia: el soviet de Petrogrado. Esa es la segunda lección: los grupos asambleístas, difusos por naturaleza y no articulados institucionalmente, son susceptibles de ser secuestrados por una corriente ideológica, aunque ésta sea muy minoritaria.

Los anglosajones ya se habían tomado muy en serio estos riesgos y tempranamente comprendieron la importancia de evitar cualquier forma extrema de poder —incluso bajo una apariencia democrática—, por eso su Rule of Law establece como principio cardinal que todos los ciudadanos, sin importar su condición o forma de organización, están sujetos por igual a la ley y la Constitución, es decir, a la institucionalidad. Este principio fue transmitido a los Estados Unidos, donde la sobrevivencia y cohesión de los estados miembros sólo podía ser garantizada a través de un irrestricto respeto por las reglas del juego en la forma del debate. La idea de que los intereses difusos debían canalizarse de manera institucionalizada y respetando la Constitución fue el gran pilar institucional sobre el cual EEUU se consolidaría como nación y, más adelante, como potencia mundial. Desde luego, la Rule of Law no fue transmitida a los países de América Latina que siguieron la tradición española y francesa, y algunos autores sugieren que ahí está una de las raíces del característico populismo latinoamericano.

Boric no es Robespierre y Jackson no es Lenin, pero  la experiencia histórica es clara respecto del riesgo inherente del asambleísmo. Eso debería entenderse como un llamado al Frente Amplio a moderar su retórica y su forma de hacer política. La idea de que la política se hace “desde las marchas” lleva consigo el germen que ya advertían los griegos: que ciertos grupos de presión (movimientos sociales) comiencen a dictaminar lo que es bueno para el interés general de la nación, confundiéndose así el interés de la asamblea con el interés común. Al perseguir la gratuidad universitaria, por ejemplo, el Frente Amplio postergó los intereses de los que no vociferan ni marchan en las calles: los niños del Sename, la clase media trabajadora y las capas ocultas (pero mayoritarias) de Chile. Si Sebastián Piñera ganó con tanta holgura fue porque el “interés general” que articuló la izquierda sólo convocaba, en realidad, a una porción minoritaria de la población.

No se trata de acallar las voces disidentes. Pero éstas pueden, y deben, expresarse con ánimo cívico, medido, serio y no revolucionario. Eso permitió construir el diálogo constructivo que caracterizó a la época de la Concertación y que hoy parece haberse esfumado con el desfonde de la Nueva Mayoría y la aparición de nuevos movimientos radicales.

 

Ignacio Parra, abogado

 

 

FOTO: HANS SCOTT / AGENCIAUNO

 

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