En “La lista de Schindler”, la película ganadora del Oscar de la Academia 1993, Steven Spielberg dirige con maestría la historia (real) que relata la vida de un empresario alemán, miembro del Partido Nazi, que se involucra con su empresa y dinero para salvar del Holocausto a más de 1.000 personas atrapadas por el fanatismo de los nazis en Cracovia, Polonia, durante la Segunda Guerra Mundial. Los emplea como trabajadores de su fábrica para así evitar que fueran enviados a campos de concentración.

Los horrores producidos por la persecución nazi, que buscaba -entre otras cosas- el exterminio de judíos, están simbolizados en la violencia esporádica inicial que se incrementa en forma vertiginosa en la Alemania de aquella época, transformándola en muerte y destrucción. El Partido Nazi era un partido totalitario, contrario absoluto al respeto a las ideas y libertades de otros; se impuso en Alemania durante una dictadura que empezó tímidamente en 1933 y terminó derrotado por los Aliados en 1945.

Contrario a cualquier alianza con ellos, el Primer Minsitro británico Winston Churchill se enfrentó a su gabinete de guerra, como se puede ver en “Las horas más oscuras”, libro y película sobre esos dramáticos días. Finalmente, Churchill, con profundas convicciones democráticas, se dio cuenta que si no luchaba y evitaba dialogar con los nazis, terminaría con la bandera de la svástica flameando en el palacio de Buckingham. Churchill salvó a Inglaterra de los nazis.

Estos episodios tristes y claves del siglo pasado son una lección tremenda acerca de cuáles deben ser las soluciones a las crisis políticas, sociales y económicas de cualquier país democrático. Ante todo, está la democracia como baluarte frente al embate del totalitario y el violento.

He escuchado a líderes de extrema izquierda de mi país afirmar que si no se hace lo que ellos quieren, habrá violencia. Pensaba con tristeza en esa aseveración y concluía que no es posible esperar argumentos distintos de aquellos que profesan doctrinas totalitarias.

Sin embargo, hace un par de días leí las declaraciones del presidente del PPD, diciendo que si no gana el Si a la nueva Constitución el 26 de abril de 2020, continuaría la inestabilidad política (y la violencia). Pensaba que había una izquierda democrática, y que ese partido abrazaba la democracia, pero declaraciones como esas fomentan el miedo y la sospecha acerca de las credenciales democráticas, de aquellos que representan legítimamente a un sector muy importante de la sociedad chilena.

La democracia debe prevalecer, así como el voto secreto, informado y garantizado, donde cada ciudadano vale lo mismo, en elecciones libres, y donde el veredicto de las urnas es inapelable.