Tradicionalmente el mes de febrero ha sido un tiempo de vacaciones para muchos chilenos, incluyendo a los políticos. Al masivo receso veraniego del Parlamento se unían el Presidente y los ministros, reemplazados en sus funciones por autoridades subrogantes, que solían vivir su minuto de fama. El período de descanso era amenizado por el Festival, incluso cuando ya no se le prestaba la desproporcionada atención de antaño.

Pero este mes que terminó ha sido muy diferente y no uno cualquiera. Quizá quede en el recuerdo como aquel de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, la amenaza más grave a la paz mundial desde el término de la Guerra Fría hace 30 años. Para nosotros los chilenos, en cambio, ha sido un febrero sazonado por rápidas y sucesivas votaciones en la Convención Constituyente que han dejado a muchos boquiabiertos o derechamente alarmados. El país en el que hemos crecido y nos hemos desarrollado está siendo remecido por un sismo constitucional y al parecer algunas de sus partes no podrán resistir el embate.

El tono de los más reconocidos analistas de la plaza –la mayoría de sensibilidad izquierdista o progresista– se ha ensombrecido notoriamente, denotando alta preocupación por el peligro que revisten para el futuro del país varias normas trascendentales ya votadas por dos tercios de la Convención y que serán parte de la propuesta constitucional a ser ratificada en el plebiscito de salida.

Fue en este singular febrero cuando el convencional Patricio Fernández expresa su desazón (sic) respecto del proceso constitucional, un complejo ejercicio de cambio institucional que se realiza –en palabras de José Joaquín Brunner– “al borde del despeñadero a donde nos precipitaría de malograrse”; fue cuando se levantan “alertas amarillas” por parte de personas de indudable raigambre progresista como Cristián Warnken y Óscar Guillermo Garretón; cuando el senador socialista Fidel Espinoza advierte con elocuencia la posibilidad que gane el Rechazo (“la gente nos está diciendo en las poblaciones que no van a votar Apruebo”); cuando el exsocialista Fulvio Rossi anuncia que podría votar Rechazo; cuando Pepe Auth se refiere al vértigo del riesgo del fracaso y el PPD Ricardo Brodsky a la ruptura con la tradición constitucional del país. O cuando el escritor Rafael Gumucio escribe con inusitada convicción sobre “mi bandera” (“sin esa única estrella este territorio no tiene otra que disgregarse del todo”), o cuando Sergio Muñoz Riveros afirma que “la Convención Constitucional es el mayor factor de inestabilidad institucional y un enorme lastre para las posibilidades de progreso”. También cuando Sebastián Edwards se pregunta “cómo se llegó a una situación que está poniendo en peligro el bienestar de millones de chilenos”, y cuando Jorge Correa Sutil se lamenta de esta “mala hora para el Estado de Derecho”. En fin, fue cuando Max Colodro declara que el sueño de una Constitución, en tanto casa de todos, “ya fracasó” y que se siente más inclinado al rechazo que a la aprobación, y también cuando Carlos Peña pone de manifiesto con irrebatible argumentación las amenazas a la libertad de expresión que se fraguan en la Convención Constitucional.

Con todo, hacia el final del mes comienzan a despuntar tímidamente nuevos escenarios que no habíamos advertido todavía. El primero es el de la continuidad del proceso constitucional. Este no acabaría con el plebiscito de salida (en caso de triunfar el Apruebo), sino que sería seguido de un largo período legislativo de implementación de las normas constitucionales antes que rijan plenamente e, incluso, de un activo reformismo para corregir normas inconsistentes o hasta incorrectas. Y eso “no es ningún drama”, al decir de la historiadora Sofía Correa Sutil. De pronto, se abre un espacio más allá del plebiscito de salida que haría posible la reparación de los excesos que podrían poblar la propuesta constitucional (dando por hecho que será aprobada).

El segundo escenario surge de una fugaz apreciación de Patricio Fernández respecto al proceso constituyente – “un organismo vivo que experimenta cambios importantes día tras día”–. El convencional ve la manifestación de un incipiente aprendizaje en el seno de la Convención Constitucional: “lo que hace una semana era de un modo, comienza en no pocos casos a ser de otro”. ¿Será suficiente para compensar en algo siquiera la peligrosa deriva refundacional? ¿Será que la centroizquierda va a comenzar ahora a jugar el rol que todavía no ha desempeñado, “el factor de contrapeso, de equilibrio, de diferenciación respecto de las posiciones más radicales” (Colodro dixit)?.

Pero como escribió desoladamente Adriana Valdés, “tal vez, desde su particular febrero profundo, muchísimos ya no quisieron enterarse”. Enterarse que en febrero de 2022 la Convención Constitucional había aprobado cuestiones trascendentales respecto a nuestro devenir futuro que quedarán grabadas en la historia de Chile.

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