A un mismo tiempo, en países distintos. Por una parte, una jovencita gravemente enferma y con una serie de diagnósticos contrapuestos, que sufre intensamente y es cuidada por su madre, que no encuentra ya forma de paliar su dolor y pide auxilio (Chile); por la otra, una mujer anciana, a cargo de un hijo postrado, que al ver mermadas sus fuerzas y ante la imposibilidad de delegar a nadie tal función, decide dale muerte (España).
Son dos situaciones distintas, pero tienen mucho en común: Ciertas situaciones de enfermedad que producen grave postración y sufrimiento, en las cuales no se cuenta con diagnósticos o tratamientos adecuados, en las cuales las madres quedan a cargo de los cuidados permanentes que estas personas requieren y no reciben soportes adecuados para evitar caer ellas mismas en una situación de desesperación y desamparo. Sumemos a ello que se enfrentan a pacientes que no mejoran, sino al contrario, que se agravan más y que no tiene más recursos que a ellas, de modo permanente e incansable.
El reconocimiento que se dio a las necesidades de los padres frente a la enfermedad de sus hijos, en la perspectiva laboral a través de la Ley Sanna, ha sido un importante avance para poder enfrentar estas situaciones graves y sobrevinientes, pero aún hay mucho trasfondo que no hemos abordado como sociedad y que queda en evidencia en casos dramáticos como los descritos.
En familias cada vez más pequeñas y con miembros cada vez más mayores, no son muchos los sujetos que puede hacerse cargo de enfermos graves a tiempo completo, más aun si los soportes existentes son escasos y hay vacíos de información y de tratamiento respecto de ellos. A menudo son las madres o algún hijo los que asumen ese papel, que no tiene ningún límite horario y que demanda capacidades, preparación y un estado psicológico que no siempre los voluntarios tienen. Así, se produce un desgaste creciente, un estado de abatimiento que puede llevar a malas decisiones o a que el cuidador también se enferme, no sólo porque hace un esfuerzo físico descomunal, sino por la presión a la que se halla sometido.
Esos casos son invisibles. Suceden al interior del hogar y no en instituciones, con cierta complacencia de los sistemas de salud y con total indolencia del colectivo, que se desentiende de la suerte de estas personas (“se lo llevaron a la casa” no es sinónimo de alta por mejoría, a veces lo es de abandono del caso).
Por cierto que todo enfermo prefiere estar en su hogar que en un hospital, sobre todo si su padecimiento es crónico o terminal, pero el sistema de salud no puede desentenderse de tales casos, sino que asumirlos con prestaciones de distinta naturaleza. Así, el apoyo psicológico y capacitación de los cuidadores, el respaldo médico y de enfermería, el uso de medicina paliativa y la posibilidad de alternativas cuando el que cuida ya no está en condiciones de hacerlo, son medidas mínimas para hacernos cargo de tan dolorosa realidad social.
Debemos reconocer que vivimos en una sociedad que envejece, a la vez que la natalidad disminuye, y que si bien se han logrado en el siglo XXI considerables avances, aún encontramos padecimientos sin suficiente investigación y estudios, con diagnósticos complejos y tratamientos difíciles de costear. Esto nos acerca a la comprensión de que las graves enfermedades no son un problema tan sólo predicable de quien las sufre, sino una situación que abarca y compromete al entorno del paciente, a la vida y recursos de la familia, e incluso a las posibilidades de mantener la salud mental y física de ésta.
Tal es la clave en un modelo de atención sanitaria integral y de calidad que debemos procurar desarrollar en nuestro país, para evitar que la vulnerabilidad y el dolor sigan repitiéndose, de tiempo en tiempo, como noticias habituales de nuestro caudal informativo.
Ángela Vivanco Martínez, abogada y profesora de Derecho Constitucional UC, doctora en Derecho y Ciencias Sociales para la Universidad de La Coruña, España
FOTO: CRISTIAN OPAZO/AGENCIAUNO