Alto impacto ha causado la decisión de un estudiante de Puerto Montt de disparar a sus compañeros en el colegio. Mientras el país y la familia del joven herido intentan comprender qué sucedió, los especialistas, consternados, empiezan a tomar consciencia de que estamos frente a un problema de magnitud mayor. Y es que, en lugar de tratarse de un caso aislado, a este lamentable episodio escolar se suman la situación del Instituto Nacional y el suicidio de un niño trans, constituyendo un cuadro preocupante: la violencia se ha legitimado entre nuestros adolescentes. Así lo revela un estudio aplicado por la Agencia de Calidad de la Educación a alumnos de 8° básico en 2018, cuyos resultados arrojan que uno de cada tres estudiantes considera la violencia como un medio legítimo y, aún peor, el 65% afirma estar de acuerdo con que el fin justifica los medios. A ello se agrega que las denuncias por armas en los colegios aumentaron un 57% en 2018. ¿Cómo enfrentar este flagelo y cuáles son sus causas?

La capacidad de mostrar lo que queremos sea visto por los demás y ocultar aquello que nos perjudicaría es una facultad propia de nuestra especie, nos recuerda Hannah Arendt. De ahí que el chico pueda, en un ambiente adecuado, controlar los malos hábitos familiares.

Algunos proponen revisar mochilas y recuperar la autoridad perdida de los profesores; otros enarbolan las banderas que revitalizan los conceptos cívicos y la valoración por la democracia. A la hora de buscar responsables los dardos apuntan a las familias bajo el supuesto de que, si en casa los problemas se resuelven con violencia, no debe extrañarnos que los jóvenes repliquen el modelo en sus escuelas. Aunque la centralidad de la falta de diálogo en las familias es innegable, creo que no estamos dando en el clavo. Ni lo que sucede en el entorno familiar, donde los adolescentes pasan escasas horas del día, ni la constatación del desprecio por valores poco compartidos en el mundo de los adultos, parecen ser la puerta de entrada a la comprensión del problema. Y es que la violencia es una praxis que resiste todo tipo de bellos discursos y buenismos enseñados al modo que se aprenden las matemáticas. Además, sabemos que ella forma parte de la vida familiar de muchas personas (más de cien mil denuncias al año), pero ellas jamás se muestran violentas en sus relaciones sociales o laborales. Esa capacidad de mostrar lo que queremos sea visto por los demás y ocultar aquello que nos perjudicaría es una facultad propia de nuestra especie, nos recuerda Hannah Arendt. De ahí que el chico pueda, en un ambiente adecuado, controlar los malos hábitos familiares. Así las cosas, urge encontrar otras perspectivas para, desde una comprensión profunda, abordar este flagelo.

Lo que no queremos saber es que las aulas son, desde hace mucho, un espacio propicio para sembrar ideas contrarias a la democracia y los procedimientos pacíficos.

Con el fin de mirar más a fondo propongo reflexionar sobre el hecho de que todo ser humano necesita justificar sus acciones. Desde ahí podríamos entender cuáles son las bases de la legitimidad de la violencia y acceder a sus causas. La pregunta central que haríamos a los estudiantes sería: “¿cuándo o qué justifica dañar a otro?”

Desde mi experiencia como profesora sospecho que muy probablemente descubriríamos en sus respuestas la existencia de un discurso político contrario a nuestra tradición grecolatina, según la cual la distinción entre bárbaros y ciudadanos radica en el uso de la palabra como medio de resolución de conflictos. Lo que creo mostraría nuestra investigación es que las aulas escolares han servido para el adoctrinamiento de los estudiantes desde ciertas ideologías que han logrado torcer los fundamentos de la vida común. Esto es posible cuando se enseña con una palabra qué es violencia. Sabemos es violenta la palabra que suprime el pensamiento divergente y también aquella que denigra al otro por su condición. Lo que no queremos saber es que las aulas son, desde hace mucho, un espacio propicio para sembrar ideas contrarias a la democracia y los procedimientos pacíficos. Un botón de muestra fue el caso de la profesora Daniela Paredes, que el año pasado fuera detenida encapuchada tirando bombas molotov.

Más allá de lo anecdótico, lo que no hemos querido ver es que una parte de nuestros educadores constituye una especie de vanguardia contraria al espíritu democrático. “Me pegaban en el liceo por no querer declararme en contra del capitalismo”, confesaba una chica hace poco, justificándose por las horas que dedica al boxeo. En este contexto la promoción de la formación ciudadana podría empeorar sustancialmente la situación descrita. Todo dependerá de si el uso de la palabra recupera su sentido o sigue sirviendo a la promoción de la violencia cuya legitimidad favorece opciones políticas antidemocráticas. Como para reflexionar.