“No hija mía; no creas que si te esfuerzas vas a entrar a ese liceo. En nuestro país, hace ya algunos años, los políticos votaron para que ningún niño pudiese lograr un cupo por tener mejores notas que otro. ¿Por qué? Buena pregunta; es difícil de responder. Ellos creen que si te va mejor no es porque pasas más horas estudiando que tus compañeros, ni debido a que te quemas las pestañas haciendo bien tus trabajos. Para ellos tus buenas notas sólo reflejan algo llamado ‘capital social’. Se trata de una serie de hábitos y conocimientos que supuestamente heredaste de tu familia y, por lo tanto, tu mérito, en vez de ser tuyo, es de nosotros. Entonces, si te beneficias de padres que te tocaron por pura suerte y otros niños no tienen, sería injusto que la escuela te elija por algo que, en realidad, no tiene nada qué ver con tus decisiones, ni tus anhelos; tampoco con tu esfuerzo personal. Para ellos tú eres el simple producto de lo que somos tu mamá y yo… sí, amor, exactamente; algo así como una oveja clonada de sus progenitores”.

Después del rechazo del proyecto de Admisión Justa por parte de la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados es fácil imaginar que, en adelante, los padres contarán ese relato a sus hijos. Y una se pregunta: ¿por qué el ataque al mérito? Fíjese que el 75% de los países con mejor desempeño escolar tiene a una parte de sus alumnos sujetos a un sistema de admisión por mérito. Ejemplos de ellos son Alemania con un 47,8%, Italia con un 49,2% y Holanda con un 74,5% de sus estudiantes seleccionados por mérito. Ni qué decir de Japón, con un 92,3% (Pisa 2015).

Si bien, en términos prácticos, pareciese irrelevante cambiar el Sistema de Admisión Escolar dado que menos de un 10% de los alumnos no quedó en la primera preferencia seleccionada por los padres, sí hay, en materia de principios, algo que decir. La ministra Marcela Cubillos intentó transmitir el mensaje después de conocer a varios estudiantes cuyas excelentes calificaciones no les ayudaron para ser seleccionados en los establecimientos educacionales a los que aspiraban. Sin embargo, el mensaje no tuvo la fuerza suficiente. Y es que no basta con decir que algo es injusto para persuadir a los ciudadanos de que, efectivamente, lo es. Es necesario explicar con argumentos más de fondo por qué es injusto decirle a un joven que quiere entrar a un liceo de excelencia que sus esfuerzos no le servirán de nada. Sólo así es posible desmantelar el discurso de un sector de representantes políticos, cuyos hijos estudian, en su mayoría, en colegios privados que suelen seleccionar por mérito de modo que el voto democrático les pase la cuenta. Con el fin de aportar algunos argumentos es que intentaremos responder la siguiente pregunta: ¿qué hay detrás del ataque al mérito?

¿Cómo se destruye el derecho de propiedad en Chile, cuya cultura liberal se encuentra legitimada por la clase media que entiende por justo la tenencia legítima de lo que cada quien ha ganado con su trabajo? La respuesta es simple, disociando la propiedad del esfuerzo.

Parte de las razones de los “anti-mérito” fueron expuestas al comienzo de esta columna. Eso de que no hay mérito sino, más bien, capital social y que, por tanto, un sistema que selecciona por mérito sólo reproduce las diferencias sociales, tiene su origen en las obras de autores como Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron. En su libro Los herederos, cuyo primer capítulo se titula “La elección de los elegidos”, ambos sociólogos franceses afirman que son los miembros de las clases medias los que tienen mayor propensión a adquirir la cultura de la escuela, puesto que ella simboliza el acceso a la élite. O sea que es la clase media la que legitima la idea del mérito como vehículo para mejorar las condiciones de vida con independencia de la ayuda estatal. Esto, sin duda, molesta profundamente a los sectores de izquierda cuyos objetivos políticos dependen de la pauperización de la clase media, puesto que es el modo de extremar los antagonismos dentro de la sociedad. Ellos ya saben que ninguna sociedad con una clase media boyante ha sido terreno fértil para el avance de sus ideas y que la anhelada igualdad nunca llega donde los mercados funcionan y los ciudadanos no dependen del Estado.

Hay tres formas con las que, paulatinamente, se ha destruido la clase media chilena que legitima la democracia liberal legada por los gobiernos de la Concertación. La primera es destruyendo el mercado. Ésta es tarea fácil cuando las mayorías parlamentarias aprueban reformas tributarias, laborales y previsionales que desincentivan la inversión, destruyen puestos de trabajo, impiden la creación de nuevos empleos y, lo que es peor, confiscan parte del ingreso de los ciudadanos. A ello podemos agregar regulaciones como las que hoy reprimen a las personas que trabajan “ubereando” debido a que un sector tiene capturado al mercado, formato que se repite en varias áreas de la economía las cuales han sido concedidas cual feudos medievales a los dadores de sangre del sistema político. Lo que aprende quien crece en un país donde el mercado se erosiona con cada paso del pesado cuerpo político es que, efectivamente, el mérito no sirve para alcanzar una vida digna.

La destrucción del mercado es la condición de posibilidad de la segunda forma en la que se aplasta a esa “odiada clase media” legitimadora del ordenamiento sociopolítico. Y es que sin mercado no queda más remedio que depender del Estado, y… adivine: ¿quiénes detentan el poder de dicho aparato? La misma izquierda que se fascina con discursos progresistas como el de Andrés Manuel López Obrador, presidente de México, quien el 30 de marzo de este año dijera que “la justicia es atender a la gente humilde, a la gente pobre; hasta los animalitos que tienen sentimientos -ya está demostrado- ni modo que se le diga a una mascota (sic): ‘a ver, vete a buscar tu alimento… pues se le tiene que dar su alimento’” En la mirada de esta élite igualitarista nadie puede buscar su alimento; todos tienen que depender del Estado protector donde los únicos con ‘derecho a ser desiguales’ son sus burócratas, políticos dirigentes e intelectuales.

Una vez disociado el mérito de la propiedad, y muertas las ganas de perfeccionar las propias cualidades y talentos, no hay quien pueda frenar el estatismo, el abuso de los poderosos y la miseria.

Pero más importante que las dos formas de destrucción descritas es aquella que opera a nivel psíquico y de la que los sectores de derecha suelen no tener idea. Resulta que el fundamento de la democracia liberal que la izquierda se propone destruir se basa en el derecho a la propiedad. Quienes estudiamos ciencia política, economía o historia sabemos que ningún país donde no se respete el derecho de propiedad conoce algo distinto del hambre y la opresión. La pregunta es: ¿cómo se destruye el derecho de propiedad en Chile, cuya cultura liberal se encuentra legitimada por la clase media que entiende por justo la tenencia legítima de lo que cada quien ha ganado con su trabajo? La respuesta es simple, disociando la propiedad del esfuerzo; destruyendo la idea de que es el mérito el responsable del bienestar de aquellos a los que les va mejor. En el momento en que usted logra convencer a las personas de que nada de lo que tienen es producto de su esfuerzo ha abierto la puerta psíquica para la expropiación y la legitimación del robo. Pero esa no es una tarea fácil. Primero hay que destruir las instituciones que sirven a una experiencia de individualidad según la cual lo mío, en la medida que es resultado de mi esfuerzo, no pertenece a nadie más. Ello se logra colectivizando los talentos y el capital social al tiempo que se extirpa la experiencia individual de la vida común. De modo que la crítica de fondo a un sistema que selecciona por mérito es, en palabras de Bourdieu y Passeron, que “los estudiantes pueden tener en común prácticas, sin que se pueda por eso concluir que comparten una experiencia idéntica y, sobre todo, colectiva”.

Con la extinción del individuo y el nacimiento del hombre colectivo que depende del Estado y no sabe cómo sobrevivir con sus propias fuerzas se consuma el sueño de los igualadores. Todos ellos son seguidores de Rousseau, quien sabía mejor que nadie que el origen de las desigualdades no es la propiedad, sino el instinto de perfeccionamiento (Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres). Así, una vez disociado el mérito de la propiedad, y muertas las ganas de perfeccionar las propias cualidades y talentos, no hay quien pueda frenar el estatismo, el abuso de los poderosos y la miseria.