La noticia es clara y parece definitiva: se acaba la era de los Castro en Cuba. Después de seis décadas de gobierno de Fidel y Raúl Castro, la isla de la revolución socialista da el paso a una persona nacida después de 1959, año en que los guerrilleros —jóvenes, rebeldes, barbudos y triunfantes— comenzaban a escribir una nueva etapa de la historia de América Latina. La década de 1960 parecía encontrarles la razón y sus ideas y estilos se replicaron por todo el continente. El propio Fidel resumió de manera categórica una consigna decisiva: “El deber de todo revolucionario es hacer la Revolución”, que era a la vez una autobiografía y una invitación a construir el futuro.

Uno de los problemas que presentaba este liderazgo, a la vez carismático y omnipresente, parecía ser también indispensable. Su personalidad estaba asociada íntimamente al éxito del proceso cubano, lo que se acrecentó a medida que otras figuras relevantes fueron desapareciendo, como fue el caso de Camilo Cienfuegos o Ernesto Che Guevara. En la práctica, Castro era el líder sin contrapesos del sistema, cualquiera fuera el cargo o posición legal que ocupara.

La situación adquirió nuevos ribetes después de la derrota de los socialismos reales, con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética. El comunismo, que representaba el mundo del futuro, terminaba el siglo derrotado frente a las democracias liberales y las economías de mercado. Todos cayeron, menos la dictadura de Castro, y Cuba siguió con su mito histórico, logró sumar adhesiones en el continente con la llegada del socialismo del siglo XXI y sorteó con éxito relativo el verdadero terremoto que significó el “fin de la historia”.

En una interesante y larga entrevista, Fidel Castro se refirió a lo que podría ocurrir cuándo él dejara el poder. El proceso, como sabemos, se produjo en fases sucesivas: primero abandonó el ejercicio del cargo, por encontrarse enfermo, en favor de su hermano Raúl; posteriormente falleció y el hermano quedó con el control total de la isla.

Ignacio Ramonet le preguntó al líder de la revolución qué pasaría en esas circunstancias:

“¿Usted cree que el relevo se puede pasar sin problema ya?”

“De inmediato no habría ningún tipo de problema; y después tampoco. Porque la Revolución no se basa en ideas caudillistas, ni en culto a la personalidad. No se concibe en el socialismo un caudillo, no se concibe tampoco un caudillo en una sociedad moderna, donde la gente haga las cosas únicamente porque tiene confianza ciega en el jefe o porque el jefe se lo pide. La Revolución se basa en principios. Y las ideas que nosotros defendemos son, hace ya tiempo, las ideas de todo el pueblo” (Ignacio Ramonet, Biografía a dos voces, Barcelona, Debate, 2015).

Aunque la respuesta puede ser discutible, confirma una premisa esencial: la continuidad de la revolución en el plano de las ideas de sus líderes y del régimen. Raúl Castro, en buena medida, fue una continuidad de la dictadura de Fidel, si bien con algunas acciones económicas más abiertas, acercamientos al Vaticano y a la administración Obama en los Estados Unidos, y un tímido intento por construir una personalidad propia después de décadas de primacía del gran líder de la revolución de 1959. Una de las mayores novedades fue el anuncio, hace algunos años, de que dejaría el poder en 2018: este 19 de abril fue el día escogido para el histórico evento. El hombre escogido para reemplazarlo es Miguel Díaz-Canel, nacido en 1960, con lo cual la generación de Sierra Maestra da paso a una nacida y formada en la burocracia cubana; de la mística y la lucha anti Batista se ha pasado a un mundo mayoritariamente democrático, donde Cuba no sólo es una isla geográfica, sino que su dictadura aparece también como una isla política.

La sucesión ha estado controlada de principio a fin. El nombre de Díaz-Canel fue sugerido a la Asamblea Nacional, donde obtuvo el 99% de los votos, muy ilustrativo del proceso político cubano. En su primer discurso fijó las líneas de la continuidad del proceso: “Seremos fieles al legado de Fidel Castro, líder histórico de la Revolución y también al ejemplo, valor y enseñanzas de Raúl Castro, líder actual del proceso revolucionario”, asegurando que “el mandato dado por el pueblo a esta legislatura es dar continuidad a la Revolución Cubana en un momento histórico crucial, que estará marcado por todo lo que debemos avanzar en la actualización del modelo económico”.

Parece claro que Raúl Castro seguirá vinculado a los temas de mayor trascendencia, así como no se romperá la tendencia de férreo control del aparato estatal por parte del régimen cubano, sin concesiones a los grupos opositores y sin aperturas que podrían significar el comienzo del fin de la mítica Revolución Cubana. Quizá por eso Yoani Sánchez escribió tempranamente este 19 de abril un significativo tuit: “Buenos días desde la madrugada habanera en este ‘día D’, fecha en que se confirma para el cargo de presidente a Miguel Díaz-Canel, un ‘traspaso de poder’ sin sorpresas, sin democracia y sin muchas expectativas…” Sin embargo, agregaba con cierta ilusión: “No obstante, al menos no lleva el apellido Castro…”

Efectivamente, ha comenzado una nueva era, de una Cuba sin Castro, con un futuro abierto y de oportunidades, aunque todavía impredecible en sus resultados. El pueblo, mudo espectador del proceso, ha observado los acontecimientos con más resignación que entusiasmo.

 

Alejandro San Francisco, historiador, académico de la Pontificia Universidad Católica de Chile y de la Universidad San Sebastián, director de Formación del Instituto Res Publica (columna publicada en El Imparcial, de España)

 

 

FOTO: NADIA PEREZ/AGENCIAUNO

 

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