El presupuesto es una herramienta poderosa tanto para regular el ciclo económico como para actuar sobre las estructuras económicas y sociales.

En el corto plazo, la política monetaria y fiscal debe actuar para cerrar las eventuales brechas de producción, es decir, cuando la producción efectiva es superior o inferior a la potencial dados los recursos disponibles (estimada por un panel de expertos convocados por el Ministerio de Hacienda en 4,3% para los próximos cinco años y entre 4 y 4,5% por el Banco Central). Cuando se produce menos que el potencial, cabe bajar las tasas de interés (lo que tiene además efectos en hacer más competitivo el tipo de cambio) e incrementar las disponibilidades monetarias, así como ampliar los programas de compras, gastos y transferencias gubernamentales a los consumidores o a las empresas y/o reducir impuestos. La política expansiva debe además cautelar la contención de eventuales desequilibrios externos. A la inversa, si se está produciendo más de lo sostenible en el tiempo, sobre-utilizando las capacidades existentes (lo que termina por provocar inflación por desequilibrio entre la oferta y la demanda agregada y eventualmente crea un déficit externo no financiable), el cierre de la brecha debe ser inducido mediante una política monetaria y fiscal restrictiva.

Desde 2001 se optó en Chile por una regla fiscal estructural, consistente en: a) estimar los ingresos de mediano y largo plazo del Gobierno Central que derivan del crecimiento potencial de la economía y de precios claves de largo plazo, como los de las exportaciones mineras, es decir aquellos ingresos fiscales de los que se dispondría en caso que el PIB se encontrase en su nivel de tendencia y los precios del cobre y el molibdeno fuesen aquellos de largo plazo (cinco, diez y siete años respectivamente), y b) consagrar en la ley de presupuestos el nivel de gasto fiscal que permite que la diferencia entre ingresos estructurales y gasto público anual resulte ser de una determinada cuantía. Esto implica ahorrar en tiempos de bonanza (con un superávit efectivo) y des-ahorrar (con un déficit efectivo) en la parte negativa del ciclo económico, es decir una política contracíclica en vez de procíclica.

Para que esto funcione, la regla debe ser creíble. Se estableció anualmente para los presupuestos de 2001 a 2007 un nivel de gasto inferior a los ingresos estructurales en un monto de 1% del PIB y así financiar déficits moderados (menores a -1% del PIB) y crear reservas fiscales cuando fuera posible. Conforme se inició el ciclo de aumento del precio del cobre y luego del creciente ahorro fiscal que derivó de la regla original, la meta de superávit estructural de 1% se cambió en 2007, no sin intensos debates, a 0,5% del PIB para 2008 y en enero de 2009 a un equilibrio estructural.

Los años de la crisis global y del terremoto indujeron mayores gastos que los previstos (con incrementos del gasto público de 16,5% en 2009 y de 6,6% en 2010) y un déficit estructural fuera de regla, dada la situación internacional excepcionalmente grave. Lo importante es que su efecto en el crecimiento fue positivo (cerca de 6% promedio en 2010-2012), con un déficit estructural  plenamente justificado de -3,1% del PIB en 2009 y de -2,1% en 2010. Más aún, hubiese sido deseable acentuar la capacidad de acción contracíclica, la que resultó tardía en 2008-2009 (el plan Velasco-De Gregorio se puso en práctica recién en febrero de 2009, bastante después de la caída de Lehman-Brothers de septiembre de 2008) y no logró evitar una caída de -1,0% del PIB, como lo hicieron todos nuestros países vecinos, los que se beneficiaron de una mejor conducción macroeconómica que la nuestra. Si se hubiera actuado antes y de manera más contundente, esta recesión podría haberse evitado (como también la de 1999, en la que también actuaron mal y tarde nuestros economistas de ideología liberal del Banco Central y del gobierno).

El déficit estructural se fue reduciendo al -1% en 2011, -0,4% en 2012 y -0,5% en 2013, es decir menos que el -1% comprometido por el gobierno de Piñera. Esto se debió a una restricción adicional, una verdadera nueva regla de inspiración ideológica: hacer crecer el gasto público menos que el PIB año a año, induciendo en buena parte la desaceleración económica que el país experimenta desde el segundo semestre de 2013 (aunque se programó para 2014 el presupuesto con un déficit estructural de -1%) y que se traducirá en un crecimiento del orden de 2% en 2014.

El desempeño reciente de la economía, con una caída importante de la demanda interna, hace ahora necesario un fuerte impulso monetario y fiscal. Esto se ha expresado en las rebajas de tasas del Banco Central desde diciembre pasado y ahora en el presupuesto de 2015 que se ha programado con un déficit efectivo de -2% del PIB y un déficit estructural de -1,1%. Esta es una correcta decisión, que termina de configurar una respuesta adecuada de las autoridades económicas ante la desaceleración iniciada en el segundo semestre de 2013 y estimulada por una baja ejecución presupuestaria del gobierno anterior, especialmente de la inversión pública, precisamente cuando terminaba el dinámico ciclo de inversiones mineras y el consumo declinaba. El gasto público incrementará especialmente los proyectos de infraestructura en 2015, lo que estimulará el crecimiento en el largo plazo sin comprometer la estabilidad fiscal, dejando atrás la retórica ideológica y repetitiva sobre “las malas expectativas que crean las reformas”. En la desaceleración, las reformas han tenido poco o nada que ver y en la reactivación tendrán mucho que ver tanto la política monetaria como la política fiscal expansiva que han decidido impulsar las autoridades.

 

Gonzalo Martner, Académico Universidad de Santiago y miembro de la Fundación Chile 21.

 

 

FOTO: SEBASTIÁN RODRÍGUEZ/AGENCIAUNO

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