Años atrás, luego del derrumbe de los llamados socialismos reales, se decía que a las izquierdas del mundo se les habían caído las grandes catedrales. La feligresía socialista mundial se había quedado sin referencias concretas y plausibles con respecto a su ideario. Muchos asumieron lo que John Lennon decía en la letra de God: “El sueño ha terminado”».

Bueno, en este caso sería mejor decir que la pesadilla había acabado. Así, los socialistas del mundo ya no tenían en qué creer. Su modelo económico no había generado más bienestar, sino enormes miserias para el pueblo y grandes privilegios para los burócratas del partido. Su modelo político tampoco generó más democracia y participación, sino que dictaduras dirigidas por oligarquías prácticamente hereditarias. Sin embargo, hubo algo que prevaleció a pesar del fracaso total del proyecto socialista: la veneración ciega a los líderes. Ese fue el refugio de los devotos socialistas cuando su sueño milenarista cayó al piso. Ante el fracaso práctico de sus modelos y su ideal, no les quedó más que refugiarse en el fervor y venerar íconos, haciendo de estos su fetiche. Ahí están el Che, Chávez y Fidel, venerados como arcángeles sentados a la derecha de Dios padre.

Como devotos de cualquier religión, los actuales promotores del socialismo se inventan hombres santos cada cierto tiempo. Presumen entonces de tener entre sus filas a seres inmaculados, incorruptibles, sin intereses personales ni ambiciones espurias. Uno de esos líderes beatificados en vida es, sin duda, José Mujica, Pepe. Su presencia en el cierre de la campaña de Alejandro Guillier, en ese sentido, es claro reflejo de la santería socialista en la izquierda chilena. Al modo en que los antiguos Papas daban el beneplácito del poder a los príncipes frente al pueblo, Mujica vino a darle la bendición al candidato de la Nueva Mayoría. Y todos los feligreses concurrieron a recibirle, esperando ser tocados por su mano.

Como si fuera un ser bajado del Olimpo, para la izquierda chilena lo que diga Mujica es ley, aunque en realidad sea algo de sentido común, como promover la paz o el intentar ser feliz sin depender de cosas. Pero Mujica es el último santo del socialismo del siglo XXI. Entonces, cualquier crítica o discrepancia con él es considerada una herejía, un sacrilegio, una blasfemia contra quien encarna los ideales socialistas. Así, tras la beatificación y santificación de los líderes no sólo está la conveniente personalización de la política, sino que está la base de lo que Jean-François Revel llamaba la gran mascarada socialista. Porque nadie cuestiona a los santos ni a los muertos.

Tras la imagen cándida de aquel viejecillo bonachón y de voz pausada llamado Pepe está oculto el mismo ideal que llevó a varios pueblos a caer bajo la tiranía totalitaria. Y como ocurre con cualquier religión, el santo en realidad personifica algo que en la praxis no se cumple ni siquiera en el propio venerado. Así, la feligresía que aplaude la retórica ascética de Mujica es la misma que luego clama por la distribución de bienes mediante metidas de mano, que vindica el despotismo socialista en Venezuela y que considera a la lucha de clases como el eje de lo político. Es decir, estamos ante el disfraz de humanismo del socialismo de siempre, que nunca ha tenido rostro humano, porque no confía en el individuo sino en la brutalidad del poder. Por eso los socialistas elevan a la categoría de santos a algunos, porque con ello cualquier cosa es justificable, incluso la barbarie.

Hoy los socialistas no proponen instituciones ni políticas específicas y tampoco miran realmente el progreso o la política práctica, sino que impulsan simples beatificaciones en torno al poder. No quieren ciudadanos, sino feligreses. Lo que llaman pensamiento crítico en realidad es simple asimilación doctrinaria de su milenarismo. Toda su política se funda en el fervor a ciertos líderes, el mismo viejo culto a la personalidad que era tan propio de los socialismos reales, que tras la promoción de la fidelidad ciega al líder ocultaba la brutalidad concreta del sistema socialista. La misma candela de siempre.

Cuando el socialismo real cayó por su propio peso, se presumía que la dialéctica de la Historia llegaba a su fin con el triunfo de la razón científica y el individualismo, bases de la democracia liberal, el pluralismo y las economías libres. Con ello, se suponía que también quedaba atrás la veneración ciega a los gobernantes y al poder, que predominaba en los regímenes socialistas y en las antiguas monarquías bajo el principio monárquico. Sin embargo, si algo se ha mantenido a pesar del fracaso del socialismo es la santería socialista, que no es otra cosa que la expresión de la triste tendencia humana a la servidumbre voluntaria.

 

Jorge Gómez Arismendi, Fundación para el Progreso

 

 

FOTO: JUAN FRANCISCO ZUÑIGA/Comando Alejandro Guiller/AGENCIAUNO

 

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