Es posible imaginar la escena. El ministro de Economía se dirige, angustiado, a uno de sus asesores: «Pero quién xz@#& estaba a cargo de la xw&$# esa de los chinos?» Respuesta: «No me acuerdo, ministro, pero creo que era Pedro… ¿o era Juan?» El ministro: «#$%X& no me importa quién era, pero que alguien me cuente de qué se trata, porque los chinos están ahí afuera y esperan que yo les diga algo». Ya dije, es una escena imaginaria, pero lamentablemente no es muy difícil pensar que la realidad se le haya parecido.

El tratamiento que el gobierno le dio a Sinovac podría calificar como un ejemplo de desidia, sino directamente de boicot, a un proyecto de inversión importante en un momento en que las inversiones merman peligrosamente. La acumulación de explicaciones y relatos, a veces contradictorios, entregados por el ministro y algunos de sus cercanos, revelan que los probables inversionistas fueron tratados mal y que no se les prestó la atención que una operación de este tipo exige.

¿Algún agente del ministerio habrá ido a comprobar las características del terreno que se ofrecía para la instalación de una planta de investigación de alta sofisticación? ¿Qué momento de su biografía habrá sido determinante de la predisposición del ministro a calificar como “subsidio” a cualquier aspecto de una negociación que exigía la mejor disposición de las partes para materializar un proyecto “público-privado”?

El ministro se ha disculpado por el uso abusivo del término “subsidio”, pero ha acusado a la empresa de solicitar privilegios que escapaban a las posibilidades legales del gobierno. La empresa ha rechazado esas acusaciones con lo que, en la práctica, ha terminado por acusar a su vez al ministro de mentiroso. En cualquier caso, no es la forma de negociar un proyecto de inversión de esa magnitud ni mucho menos los modos negociadores que debe guardar el ministro que negocia en representación de un país que necesita esa inversión.

Como quiera que haya sido, finalmente la empresa china decidió no soportar más esos tratos y se fue con sus capitales a otra parte. Alguien podría decir que la razón última fue nuestra inestabilidad política o la incerteza jurídica que provoca un país en el que no es posible alcanzar consensos para elaborar una nueva Constitución. Pero no es así: Sinovac eligió Colombia en lugar de nosotros, un país que no puede presumir de más estable que el nuestro. Un país con un gobierno de izquierda cuyas aspiraciones de transformación política o social no están perfectamente definidas ni limitadas; un país que todavía tiene que lidiar con organizaciones políticas que practican la guerrilla y que ha dado origen a algunos de los carteles del crimen organizado más poderosos del continente. Pero un país en el que, seguramente, se sabe tratar a la inversión extranjera cuando esta es necesaria.

Y no es sólo el actual gobierno el que ahuyenta las inversiones. Es el país entero, enredado en la telaraña de reglamentos, normas y permisos exigidos para autorizar una nueva inversión.  El proyecto Dominga cumplió diez años de tramitación tratando de vencer la obstinación de grupos ambientalistas que parecen dispuestos a todo para impedir que una inversión beneficiosa para el país se lleve a cabo. Hace algunos años la instalación de una planta faenadora de carne de cerdo, en Freirina, se paralizó cuando la inversión materializada ya había alcanzado los quinientos millones de dólares. La lista se alarga mientras el país sigue perdiendo oportunidades de inversión debido a un sistema destinado a proteger pero que termina por ahuyentar a los inversionistas.

El Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, que combina instancias judiciales en los tribunales ambientales y trámites políticos en los comités de ministros, es una segura vía para postergar indefinidamente la tramitación de proyectos en procesos que, como en el caso de Dominga, son aprobados en una u otra instancia según el humor político del momento, para volver a comenzar una y otra vez.

Parecemos más bien un país enemigo de la inversión que uno que quiere atraerla.

No se trata, desde luego, de desproteger nuestro medio ambiente ni de entregar la actividad económica a la voracidad destructiva de nuestra naturaleza en que pueden caer algunas empresas. Pero tampoco se puede dejar que la posibilidad de crecimiento económico del país quede cautiva de grupos de activistas para los cuales ese crecimiento carece de importancia y en algunos casos incluso se oponen a él. Desde hace por lo menos un par de décadas, racionalizar el sistema de permisos para nuevos proyectos de inversión ha estado presente en las aspiraciones de los gobiernos. Hasta ahora, sin embargo, el resultado ha sido nulo.

El actual gobierno también tiene presente entre sus objetivos esta aspiración. Lo dañino de la “permisología” ha sido destacado por el ministro de Hacienda y aún por el propio Presidente de la República. Sin embargo, la gestión de este cambio ha recaído en el ministro de Economía, por lo menos en lo que toca a la simplificación y agilización de permisos sectoriales. Pero, dada la sensibilidad ante la necesidad de nuevas inversiones que este ministro ha demostrado en su tratamiento de Sinovac, todo indica que deberemos resignarnos como país a algunos años más de postergación de la posibilidad de que éstas se incorporen productivamente a nuestra economía.

Economista y escritor. Exsubsecretario de Economía y exembajador de Chile

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