Luis Larraín comentaba ayer en este espacio, de manera muy pertinente, mis declaraciones sobre el programa de gobierno de Sebastián Piñera publicadas el lunes recién pasado en El Mercurio. Al respecto, cabe precisar brevemente algunas de mis aseveraciones que pueden haber llevado a confusión.

Ante todo, hay que puntualizar que mis alusiones al eventual desarrollo de un “Estado de bienestar” de manera alguna se referían a reproducir aquel modelo profundamente contraproducente y fracasado en los países que lo hicieron realidad, como los del norte de Europa. Ese tipo de Estado de bienestar es lo que en diversos contextos he denominado “Estado benefactor” y sigue siendo el modelo que propone nuestra izquierda, que parece no haberse enterado de los grandes problemas que hace más de dos décadas lo llevaron al colapso en países como Suecia.

Este Estado benefactor pretendía, como bien lo expresa Luis, cubrir “las necesidades de las personas en todo momento y sin atender a los incentivos que se introducen al sistema”. Su base fue la consagración de una amplia e insostenible gama de derechos universales, y el desarrollo de grandes monopolios estatales sobre las áreas más diversas de la economía y la sociedad, en especial en lo relativo a los servicios básicos del bienestar como la educación, la salud y la atención en la tercera edad. Su aspiración era asumir la mayor responsabilidad posible por el bienestar de todos los ciudadanos, de acuerdo a la definición que el mismo Estado le daba a ese bienestar.

Podríamos incluso decir que se trata de un principio de subsidiariedad invertido, donde lo subsidiario no es el Estado, sino la sociedad civil y el mercado, que se limitan a cumplir aquellas tareas que el sector estatal no quiere o no puede realizar. De esta manera, el Estado buscaba asumir una tarea formativa de carácter profundamente paternalista respecto de los ciudadanos, lo que presupone grados muy altos de intervención en sus vidas. Por todo esto es que el Estado benefactor fácilmente nos puede recordar la figura del déspota ilustrado de otros tiempos, que imaginaba hacerlo todo por el pueblo, pero sin que éste se inmiscuyera en la definición de sus propósitos.

Este modelo de Estado de bienestar, al igual que sus excesos fiscales y su retórica irresponsable acerca de los así llamados derechos sociales universales, es lo que países como Suecia han abandonado, buscando un nuevo modelo de Estado de bienestar mucho más austero y de corte decididamente más liberal, es decir, pro libertad ciudadana. Sobre ello he escrito largamente en mi libro Suecia, el otro modelo: Del Estado benefactor al Estado solidario (FPP 2014).

Este “Estado solidario” define como su tarea esencial garantizar que a nadie le falte el acceso a ciertos servicios y condiciones básicas de vida, pero sin por ello querer monopolizar su gestión ni imponerles a los ciudadanos las preferencias y elecciones de la clase política. A ese respecto, se trata de empoderar directamente al ciudadano en un sistema de bienestar caracterizado por una gran diversidad de opciones y por la cooperación público-privada (incluyendo, por cierto, empresas con fines de lucro), cuya finalidad es crear un amplio espectro de alternativas para que el ciudadano elija soberanamente.

Este sistema, por sorprendente que pueda parecer, recoge su inspiración de las propuestas de vouchers escolares realizadas por Milton Friedman en los años 50 del siglo pasado. Esto le valió a Friedman severas críticas de pensadores y economistas liberales más ortodoxos, pero expresa muy bien su pragmatismo y representa un paso muy significativo hacia una mayor libertad ciudadana respecto de los sistemas de monopolio estatal en todo aquello que cuenta con financiamiento público.

Esta es la orientación básica de mis ideas acerca de un eventual Estado de bienestar en Chile, o como quiera llamarse a la respuesta de política pública que se les dé a las crecientes demandas de construir un sistema de seguridades que abarque a nuestra clase media. A mi juicio, es en esta dirección que se mueve el programa de Sebastián Piñera, con sus propuestas acerca de la “clase media protegida”, así como su insistencia en la igualdad de oportunidades y la inclusión de toda la población en la marcha del progreso.

Esta significativa ampliación del ámbito de la política social difiere (o desarrolla, como seguramente Luis preferiría decirlo) del enfoque estrictamente focalizado en los sectores más vulnerables de la población que habitualmente se asocia con el “pensamiento Chicago”. A este respecto, concuerdo con su afirmación de que, para el caso concreto de nuestro país, se trata de una evolución “desde una posición en que la opción casi exclusiva de acción del Estado era la reducción de la pobreza —que afectaba a prácticamente la mitad de la población—, hacia una que, sin perder la opción preferente por esos compatriotas, que afortunadamente hoy son menos del 10%, dirija su mirada también hacia la clase media.”

A mi juicio, esta evolución abre un significativo espacio para la conformación de un nuevo consenso que le dé gobernabilidad de largo plazo al país. Ello se haría posible mediante un diálogo franco y abierto con sectores socialcristianos y socialdemócratas que estén dispuestos a modernizar su pensamiento en el mismo sentido que, por ejemplo, lo ha hecho la socialdemocracia nórdica. Ello representaría un enorme aporte a la estabilidad política que se requiere para consolidar la marcha de Chile hacia un país plenamente desarrollado.

Finalmente, también concuerdo con Luis en su llamado de atención sobre no antagonizar posiciones perfectamente compatibles ni entrar en una “suerte de tironeo de la candidatura de Sebastián Piñera”. Para evitarlo, nada mejor que un diálogo abierto y amigable sobre la mejor manera de enfrentar los grandes desafíos de un Chile que, gracias a su gran progreso, ha cambiado y exige de nosotros que también lo hagamos.

 

Mauricio Rojas, doctor en Historia Económica y escritor; senior fellow de la Fundación para el Progreso

 

 

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