Uno de los primeros efectos del triunfo de Donald Trump fue el colapso del sitio web de inmigración de Canadá, ante el aumento explosivo de consultas realizadas desde Estados Unidos. Al mismo tiempo, Google informaba que la palabra “emigrar” se había posicionado, en cuestión de segundos, entre las primeras ingresadas en el buscador.

La reacción pareciera ser la respuesta a una campaña que tuvo como una de sus principales consignas la crítica radical a la política migratoria en Estados Unidos. En ella, Trump amenazó, entre otras cosas, con la deportación inmediata de los más de 10 millones de inmigrantes indocumentados en el país, la construcción de un muro en la frontera con México y la prohibición de entrada a la población musulmana, a cuyos miembros tildó de potenciales terroristas. Entre las múltiples aristas y preocupaciones tras el triunfo de Trump, destaca el hecho de que tal discurso haya efectivamente convocado a una parte importante de la ciudadanía norteamericana, planteando la pregunta sobre la adhesión real ⎼aunque en ningún caso constituya la única causa⎼ a esas amenazas. Con ello, pareciera que el problema del racismo y la discriminación, que ha atravesado la historia republicana estadounidense, reaparece con toda su fuerza.

Este problema, sin embargo, no es exclusivo de EEUU y constituye quizás una de las expresiones más relevantes del fenómeno de la globalización, además de uno de sus principales desafíos. No faltan los ejemplos de otros líderes políticos que han movilizado a importantes grupos en contra de la llegada de extranjeros, que se vuelven “chivos expiatorios” de los males del país. Y Chile, lamentablemente, tampoco queda fuera de este problema. No tenemos hoy un candidato como Trump, pero sí una realidad que pocos quieren reconocer y resolver. Así, mientras tiene lugar una creciente e inédita llegada de inmigrantes al país, que en 10 años han aumentado en un 51%, no existe una plataforma legal capaz de responder adecuadamente ⎼teniendo Chile una de las legislaciones de inmigración más antiguas de América Latina, cuyo proyecto de modificación duerme en el Congreso⎼, ni tampoco una sociedad abierta a recibirlos, enfrentando de este modo una serie de barreras que dificultan su instalación e integración.

La situación de los inmigrantes haitianos, descrita por la revista Qué Pasa en su último número, sirve como un buen ejemplo de esta realidad. Sólo este año han ingresado más de 20.000 personas provenientes de Haití, creciendo su presencia en Chile en un 731%, y la mayoría, como bien señala la revista, ha llegado para quedarse. Motivados por la esperanza de una vida mejor, el arribo a nuestro país se traduce rápidamente en una experiencia de soledad, incomunicación y, sobre todo, pobreza y discriminación. Llegan a instalarse en viviendas precarias, pero costosas, en condiciones de hacinamiento que se traducen pronto en enfermedades, sin abrigo ni protección de ningún tipo. La tramitación de sus visas exige además un contrato de trabajo difícil de conseguir, lo que se acompaña de experiencias de exclusión especialmente duras. El sacerdote Juan Carlos Cortez, que en la parroquia San Saturnino del barrio Yungay asiste y asesora junto a un grupo de voluntarios a un importante número de haitianos, da cuenta de esta realidad: de los 400 haitianos que han asesorado, sólo 25 han logrado encontrar un trabajo. A las barreras institucionales y formales, se suman las socioculturales, teniendo que enfrentar el recelo, temor y muchas veces el rechazo de parte de la sociedad local.

Un escenario semejante es el que viven inmigrantes de otras nacionalidades, específicamente de origen andino y afrodescendientes, que son los que han aumentado en los últimos años su llegada al país. Las cifras oficiales así lo confirman, constatando ya en el censo de 2002 la duplicación del total de migrantes que arriban. Y, sin embargo, a pesar de que cada día nos encontramos con ellos ordenando los carros del supermercado, construyendo edificios, trabajando como auxiliares de salud o empleadas domésticas, vendiendo productos en la Plaza de Armas o llenando de colores y acentos las escuelas de barrios en Recoleta y otras comunas periféricas de Santiago, ni el Estado ni la opinión pública parecen interesados en hacerse cargo de su presencia. Aunque existen casos concretos y valiosos como el trabajo del padre Cortez descrito en el reportaje de Qué Pasa, esto no alcanza ⎼como ellos mismos, con desesperación, reconocen⎼ para contrarrestar el abandono y discriminación que marcan la experiencia cotidiana de quienes llegan a nuestro país. Así lo han mostrado diversas encuestas, como la de la Fundación para la Superación de la Pobreza junto a la UDP, que constatan un rechazo claro hacia los inmigrantes de origen latinoamericano, ya sea por su color de piel, su supuesta vinculación con la delincuencia y el tráfico de drogas, o la idea de que ocupan el lugar de los chilenos en el mercado laboral.

Parece necesario, entonces, iniciar una reflexión sistemática que reconozca esta realidad y se preocupe por formular una respuesta para las miles de personas que buscan en Chile mejores oportunidades de vida. No basta con la necesaria actualización de la ley de inmigración, sino que se requiere una redefinición a todo nivel del fenómeno de la migración, que parece ser un dato estructural del mundo globalizado. El futuro de nuestras sociedades ⎼y también de los Estados nacionales⎼ dependerá de la capacidad de las personas de establecer vínculos sociales con alguien que es siempre radicalmente otro, y el caso de los inmigrantes recuerda con especial fuerza el hecho de que todos compartimos una misma condición. Ese reconocimiento no alcanza a otorgarlo enteramente la figura tradicional del estado-nación, que en el caso chileno se ha sostenido en una imagen histórica homogénea de su población. El riesgo de esa ficción es olvidar que, desde el inicio de la historia, lo que hay es la mezcla y encuentro con otros.

Con este escenario, esperemos entonces que las impactantes noticias sobre el triunfo de Trump, antes que escandalizar, motiven una reflexión profunda sobre el complejo desafío que significa el mundo globalizado, que tiene como una de sus principales caras la movilidad permanente y masiva de la población a lo largo y ancho del planeta. Más que un liderazgo político xenófobo, es la discriminación y marginación de la sociedad la amenaza más peligrosa. Evitarla implica enfrentar, en primer lugar, la pregunta que se impone tras la llegada de extranjeros a nuestro país, y que tiene que ver con la necesaria redefinición de lo que significa la vida en comunidad.

 

Josefina Araos, investigadora Instituto de Estudios de la Sociedad

 

 

 

FOTO: MATIAS DELACROIX/AGENCIAUNO

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