En marzo de 2012 la Confech (siendo Gabriel Boric presidente de la FECH) publicó el documento “Balances y proyecciones movimiento social 2011”, donde, entre otras cosas, se toma postura frente a los hechos de violencia que venían ocurriendo desde las revueltas del año anterior. Los dirigentes estudiantiles (hoy hábiles políticos) definieron que “debemos reconocer dos tipos de actos violentos: 1) violencia esporádica, marginal y desorganizada; y 2) violencia de masas organizada y con fines políticos que se convierte en masiva y legítima para nuestros compañeros”. Dicha definición ha permitido blanquear permanentemente graves situaciones de violencia, siendo las más paradigmáticas las que ocurrieron en el marco del así llamado estallido social de octubre de 2019.
El mecanismo favorito para justificar todo tipo de agresiones y alteraciones al orden público se ha hecho a través de la idea de que la historia es un campo de batalla, y que quienes sufren la “violencia del sistema” merecen responder con violencia frente a la agresión (simbólica) de una sociedad que exprime y margina. De esa forma, se ha embellecido y dado cierto estatus moral a la violencia, la que hoy aparece desbordada ya no solo como un fenómeno marginal o esporádico, sino cada vez más recurrente y dañino, reflejado, entre otras cosas, en el aumento de delitos de alta connotación, los ataques y el control territorial de bandas criminales en el sur, la violencia escolar entre compañeros y hacia profesores; y por supuesto, los clásicos desórdenes en plaza Italia los viernes.
¿Qué responsabilidad tienen los ex dirigentes (ahora autoridades) en el aumento de la violencia? De haberla, ¿cómo se explica o manifiesta? Son preguntas relevantes, porque es evidente que, en su acción u omisión, la izquierda frenteamplista y el Partido Comunista se han visto beneficiados con esta atmósfera de conflictividad y beligerancia extendida en la última década. No se pueden leer ni entender los acontecimientos políticos recientes sin esa variable. El problema ahora es que la convivencia democrática ya no solo es cada vez más tóxica, sino además que las instituciones políticas que sirven de dique de contención a la barbarie están siendo sobrepasadas, todo, bajo la mirada desorientada del gobierno. No parecen entender por qué esto sigue. Quizás pensaron que su llegada al poder tendría un efecto escatológico en el proceso histórico que los convocó. Nada de eso ha ocurrido y muy probablemente no ocurra, porque la bestia que han alimentado, ahora, va por ellos.
¿Cómo ayudamos? ¿Qué hacer para detener todo este caos? Lo primero, rehabilitar el ejercicio de la autoridad que ellos mismos han menospreciado y juzgado continuamente (eso incluye no cometer el error de indultar a quienes participaron del estallido). Luego, transmitir en otra frecuencia, no seguir usando recursos intelectuales y morales para justificar o validar la violencia, y por último, educarnos y educar para adquirir una conciencia capaz de juzgarla y controlarla. La construcción de una sociedad más amable y respetuosa depende de muchos gestos de grandeza, pero por sobre todo, de un cambio de mentalidad: “Nada hay en la vida animal comparable a lo que es la violencia en la vida humana […] La violencia es verdaderamente una creación del hombre que destruye su espiritualidad con recursos del espíritu mismo” (J. Millas).
*Eduardo Cretton es convencional constituyente por el distrito 22.
*Fernando Peña es académico de la Escuela de Gobierno de la USS.