En nuestra discusión sobre los derechos sociales surgen preguntas acerca de si son o no derechos, cuál sería su contenido específico y a quién correspondería su provisión. Para resolver esta última pregunta puede servir analizar el caso de graves violaciones a los derechos humanos sufridas por los niños bajo la protección del Sename, según los últimos informes que se han dado a conocer. Si consideramos que no solamente se atentó contra sus vidas, sino también contra otros aspectos de su bienestar, como la salud, educación o vivienda –elementos que caben dentro de los “derechos sociales”– podemos a partir de ahí hacernos una pregunta más general: ¿Le corresponde al Estado la provisión de derechos sociales?

Gran parte de quienes defienden la protección de derechos sociales afirman que se trata, precisamente, de exigencias de justicia. Esto es bien evidente. En el sentido en que la salud, la educación y la vivienda, entre otros, son aspectos constitutivos del bienestar humano, así como del bien común de una comunidad, las preguntas respecto de los títulos y deberes que importa su satisfacción son preguntas sobre justicia. Sin embargo, al poner de relieve este punto se entiende que los criterios que sustentan la distribución de cargas y responsabilidades son de justicia, y no de otro orden. Por lo tanto, en ellos debiéramos enfocarnos para determinar el agente que debe satisfacer estos derechos.

Un criterio de este tipo, que ha sido poco abordado en el debate en torno a los derechos sociales y que puede abrir nuevas reflexiones, es el principio de subsidiariedad. En su sentido más propio, la subsidiariedad supone que el bien común es fundamentalmente el bien de las personas concretas. Cuando uno se detiene a pensar en las cosas que lo han hecho realizarse como persona, varias de ellas responden a la sencilla razón de que las pudimos hacer nosotros mismos (típicamente junto a otros), en virtud de nuestra propia determinación: esto es fruto de mi (nuestro) ingenio: Yo lo hice, yo lo logré. Es decir, nuestro bien implica necesariamente una dimensión activa en que nos hagamos cargo de las propias metas. Pero para que esto sea posible hay que dar el espacio a las personas y las comunidades que ellas conforman, para que les permita (aunque no lo logren) alcanzar por sí mismas los fines que se propongan. En este sentido, las personas y las comunidades deben tener “autonomía”.

La subsidiariedad, sin embargo, no debe responder a criterios de eficiencia antes que de justicia. Ello quiere decir que la primera pregunta que se hace este principio es “¿A quién le corresponde (en virtud de qué título) hacer tal actividad?”, y no “¿Quién lo puede hacer a menores costos?”

Ahora bien, esto no quiere decir que la eficiencia no sea relevante. Por el contrario, las importantes consideraciones sobre costos deben ser atendidas, y también por exigencias de lo que es justo. Pero ellas vienen después, una vez que se ha asentado a quién le corresponde, al menos en principio, hacer qué.

Aparece aquí, entonces, una consecuencia importante respecto de la provisión de “derechos sociales”. En el sentido en que ellos sean exigencias de justicia, su satisfacción le correspondería –en justicia– primeramente a las personas y a las comunidades locales antes que al Estado. Esto, sin embargo, no implica inactividad estatal. Por el contario, según el caso, puede exigir bastante. Pero, y esto es lo importante, aclara cómo y bajo qué premisas debe operar su actuar: potenciando a la sociedad civil.

Visto así, si una política pública pretende solucionar el problema del Sename por la sola inyección de recursos al aparato estatal, se está equivocando de foco. Más aun, se está cometiendo una injusticia.

 

Fernando Contreras, investigador Instituto de Estudios de la Sociedad

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