Hoy no discutiré sobre si el principio de subsidiariedad conversa o no con la idea de un Estado Social de Derecho. Sobre eso ya se ha ensayado bastante, y en lo personal, recomiendo las columnas de Magdalena Vergara, Pablo Ortúzar y Hugo Herrera (quien, dicho sea de paso, mejora bastante su pluma cuando deja de atacar redundantemente a Libertad y Desarrollo). En ellas se otorgan lúcidos argumentos para demostrar que subsidiariedad y Estado Social no sólo no son antagonistas, sino que muy por el contrario, son absolutamente compatibles.

Buena noticia, ya que justamente el “Estado Social de Derecho” es una de las 12 bases del nuevo proceso constituyente, y por tanto, la pregunta que sigue es qué tanto podemos navegar hacia el principio de subsidiariedad.

Sin lugar a dudas, la mantención de la subsidiariedad como base social está en la UTI. Sus mayores detractores (Atria y compañía) han gastado mucho tiempo, papel y bytes en tratar de establecer que lo público es equivalente a lo estatal, y que por ello sólo el Estado debiera ser proveedor de bienes esenciales para la vida. Sin embargo, es cosa de darse una vuelta por la Europa que tanto le gusta al Frente Amplio para darse cuenta que allá el principio de subsidiariedad está tan presente como en la “Constitución tramposa de Jaime Guzmán”, aunque se le llame con otros nombres.

Un buen ejemplo lo dio el inglés Jesse Norman en 2011, cuando inspiró a toda una generación con su obra “La Gran Sociedad”. Norman, académico y congresista del Partido Conservador, proponía que la respuesta de la derecha al socialismo y su afán expansivo del Gobierno no podía ser el no-gobierno, sino la Gran Sociedad, es decir, el auge de la sociedad civil empoderada, la que debe trabajar codo a codo con el sector estatal en la provisión de bienes y servicios, y así, ir generando juntos “valor público”. ¿Qué otra cosa es entonces la Gran Sociedad, sino una versión brandeada del principio de subsidiariedad?

Quizás lo que nos falta, es eso: buscar una forma más humana de defender el vilipendiado principio de subsidiariedad, y empezar a hablar de la importancia de la sociedad civil (en todo caso, como dato freak, debo señalar que la palabra “subsidiariedad” no aparece mencionada ni una sola vez en la “Constitución tramposa de Guzmán”).

Pero al otro lado del abanico ideológico, la cosa no es tanto más simple. Los defensores de la “recta doctrina” huyen de todo aquello que tenga el apelativo de social, porque piensan probablemente que es la puerta a los socialismos reales de Venezuela, Cuba o Nicaragua. Y esto no puede estar más alejado de la realidad. Hay, en los 12 ejes del nuevo proceso, suficientes garantías para saber que no llegaremos a tal punto. Y, al contrario, invertir en mayor solidaridad, bienestar y confianza, puede ser hoy una excelente idea para Chile. Que no se nos olvide que estamos en este nuevo proceso constituyente por una gran fisura entre ciudadanos que aún no logra ser reparada del todo.

Quienes se oponen a la idea de un Estado Social se pueden dividir en dos grupos: los libertarios, probablemente por su carácter individualista, y los conservadores-cristianos, quizás por temor a las dictaduras marxistas. A ambos grupos, pero sobre todo a los últimos, les recomiendo leer el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia Católica. Sus tres grandes principios son el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad. Los dos primeros fueron abiertamente recogidos en la Constitución actual. El tercero no. ¿No sería natural considerar que nuestra Carta Magna también debe tener la solidaridad como base?

Por eso digo, con total convencimiento, que abrazar un Estado Social que comulgue con las ideas de la subsidiariedad o de la Gran Sociedad no sólo es posible, sino que además es necesario. La combinación de ambas ideas puede ayudar a configurar el estadio propuesto por John Tomasi en su libro “Free Market Fairness” (2012). Tomasi, como buen amarillo, señala que tanto la libertad individual como la justicia social son fines legítimos, pero que por sí solos no sirven para asegurar el orden social: la libertad individual sin justicia social es desalmada; la justicia social sin libertad individual es opresora. Por ello, el autor propone sumar lo mejor de ambos mundos para llegar a una suerte de consenso, que se podría traducir como “igualdad de oportunidades de mercado”. En palabras simples, no es otra cosa que combinar la libertad individual con la justicia social. O, si me apuran, la subsidiariedad con el Estado Social.

Esta misma idea también ha sido defendida por otros exponentes. Raghuram Rajan y Luigi Zingales señalaron enfáticamente en 2003 que “hay que salvar al capitalismo de los capitalistas”, y tres años después, Alan Blinder acuñó el concepto de “capitalismo compasivo”.

Aquí se repite la misma idea: no se trata de caer en el socialismo ni en las recetas oxidadas del mundo oriental, sino de reconocer que la democracia liberal y el sistema capitalista necesita una sólida base de derechos sociales, que aseguren un mínimo de dignidad y bienestar a todos los ciudadanos. ¿Cómo lograrlo? La respuesta no es fácil, pero comienza con la necesidad de permitir que, en la misma cancha, jueguen el principio de subsidiariedad y el Estado Social de Derecho.

Abogado, sociólogo y master en Gestión Política George Washington University

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