“¿Alguien es más pobre porque a Steve Jobs le fue bien?” se preguntaba Axel Kaiser el pasado jueves en la Enade. En dicha oportunidad, compartiendo panel con María de los Ángeles Fernández, de Hay Mujeres, Pablo Ortúzar, director de investigación del IES, y el ex contralor Ramiro Mendoza, Kaiser sacó al baile al fundador de Apple, para dar a entender que sus innovaciones sólo habían generado riquezas, y por lo tanto, se había configurado un escenario deseable.

Es muy probable que Kaiser esté en lo cierto, pero ¿importa realmente? Lejos de ayudar a demostrar el punto, pareciera ser que se acude a esta figura sólo para darle fuerza al argumento, aprovechando de reafirmarlo a través de una pregunta cuya respuesta ya sabemos de antemano. Y eso, a fin de cuentas, no es más que una perspicaz falacia ad ignorantiam.

El punto no es, por tanto, la respuesta a dicha pregunta, sino que se ha planteado la pregunta equivocada. En el último tiempo, se ha ido instalando la idea de que la generación de capital es el único indicador importante, y por tanto, cualquier iniciativa que produzca riqueza es vista como algo positivo, incluso aunque esa riqueza sólo beneficie a algunos (Apple es, de hecho, un buen ejemplo: sus productos son un gran aporte, pero al alcance sólo de algunos). El problema, luego, es la incómoda segunda derivada: si sólo nos preocupamos por la riqueza, y no por las desigualdades que ella puede generar si se concentra en pocas manos, podemos provocar escenarios de clara injusticia: algunos individuos pueden quedar marginados del círculo de la riqueza, a pesar de contar con talento o capacidades, sólo por falta de contactos o razones de origen. Hay que recordar que, para los más radicales, hasta la igualdad de oportunidades es un mal que es mejor evitar.

¿Es relevante, entonces, preocuparse por la desigualdad extrema, además de preocuparse por la pobreza? Pensar que la generación de riqueza es el único indicador válido de desarrollo social es de una lamentable miopía intelectual: no se trata de que seamos iguales en el resultado (el igualitarismo extremo puede llegar a ser tan nocivo como el desigualitarismo), sino que podamos asegurar el acceso a bienes básicos a todas las personas, y que la estructura de desarrollo permita premiar el esfuerzo, de forma integral.

Esto, por supuesto, es más complejo que señalar, simplemente, que hay que aplaudir a aquél que produce riqueza y no pobreza. La sociedad moderna es compleja, y por tanto, complejos son también los desafíos sociales. Hace algunas décadas, Niklas Luhmann propuso que el paso de la premodernidad al mundo contemporáneo equivale a pasar de una sociedad socialmente estratificada -en la que el factor dinero era el más importante- a una sociedad sistémica, y funcionalmente diferenciada. Y en ésta, los factores culturales pueden pesar tanto como los económicos.

Es cosa de salir a la calle. A pesar de tener un PIB como nunca antes en la historia, el descontento social es cada vez más acentuado. Quedarnos sentados, defendiendo argumentos economicistas y suponiendo que algún día la opinión pública nos dará la razón, no parece una buena estrategia. En el mismo panel de la Enade, Pablo Ortúzar fue enfático en señalar esto: debemos repensar nuestra idea de desarrollo, pues ya no puede basarse sólo en crecimiento económico.

Para desgracia de estos economicistas, citar a Steve Jobs es un pésimo ejemplo. La filosofía de Apple es, hoy, compartida por gran parte de los “millennials”, esa generación que nació a fines del siglo XX y que hoy comienza a tomar las riendas de la sociedad. Al contrario de sus antecesores, los millennials son más críticos, más colaborativos y por tanto, menos apegados a lo material. Tienen en su ADN la idea de comunidad y, por lo tanto, tienden a resistir mucho más las dinámicas de exclusión. Se trata, a fin de cuentas, de una generación que ha logrado entender que los desafíos sociales son múltiples, y que la superación de la pobreza es tan importante como evitar las desigualdades extremas, por cuanto pueden producir injusticias.

Comprender esta nueva forma de pensar nos permitirá entender por qué la premisa de que “Jobs no produce pobreza” deja de hacer sentido. Argumentos de ese tipo son, para las nuevas generaciones, arcaicos, desechables y por tanto, ya no bastan para explicar la compleja sociedad moderna. Es de esperar que, por consiguiente, quienes están interesados en desarrollar modelos de bienestar social se preocupen de realizar las preguntas correctas, y no aquellas que tienen una respuesta obvia… Aún cuando no estén preparados para las respuestas.

 

Roberto Munita, Director Ejecutivo Instituto de Estudios de la Sociedad.

 

FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO

Abogado, sociólogo y master en Gestión Política George Washington University

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