El 4 de agosto de 1998, Jo Ann Altsman se relajaba a orillas del Lago Erie mientras su marido pescaba. De improviso, sintió un penetrante dolor en el pecho. Su brazo izquierdo perdió toda sensibilidad. Era el destape de un paro cardiorrespiratorio. Gritó lo que pudo, pero nadie escuchó. Nadie excepto Lulu, su mascota, una cerdita.

Lulu comprendió de inmediato que algo andaba mal. Y no digo “comprendió” en sentido figurado o condescendiente con su condición animal. La cerda logró salir por la puerta para mascotas, a esas alturas de la vida ya muy estrecha para su anatomía porcina, y corrió en busca de ayuda. Se hizo la muerta en la mitad de la carretera, pero los autos la esquivaban. Cambió de estrategia: se desplazó a un lado, esperó a que pasara el siguiente auto, y cuando ello ocurrió se apostó en mitad del camino, mirando fijamente al conductor. Logró captar su atención, consiguió que lo siguiera, y lo llevó hasta la mujer, momento en que pudieron llamar a los servicios de emergencia.

Si aplicásemos la escala humana a Lulu, ¿cuál era su edad psicológica? Podríamos pasarnos toda la vida discutiéndolo. Dependiendo de la métrica cognitiva específica que se considere, los valores variarán sustancialmente. Pero una cosa es innegable: cualquiera sea el método con que la midamos, la inteligencia de Lulu es muy superior a la de un homo sapiens recién nacido, esas inútiles criaturas abocadas a transformar leche materna en un continuo caudal de caca y flatos.

Ahora bien, 40 cerdos son sacrificados en el mundo cada segundo. ¿Por qué a  nivel social toleramos una carnicería continua de seres de una inteligencia muy por sobre la de recién nacidos humanos, pero el infanticidio nos parece la mayor de las abominaciones? No podemos fundamentar nuestra respuesta en base a argumentos tales como “capacidad de sufrir” o “sentido de propósito”, pues los cerdos adultos poseen toda esa gama de habilidades cognitivas en caudales muy superiores a los que exhibe un lactante. Y si usted es de quienes opina que de hecho la actividad ganadera es moralmente reprochable y la pregunta encierra una falsa dicotomía, tenga en cuenta lo siguiente: aunque probablemente la historia terminará por darle la razón, esa postura no responde a la pregunta, que es por qué nos comportamos así como sociedad. Cada uno es libre de opinar lo que quiera, pero lo que no es opinable es que todos los países del mundo prohíben el infanticidio y todos los países del mundo permiten la actividad ganadera.

El único argumento no religioso para explicar esta disparidad de criterios es que le asignamos un valor a lo que esas personas llegarán a ser. Cuando nos enfrentamos a una de esas tiernísimas fábricas de excrementos, vemos en ellos futuros depositarios de una enorme capacidad de gozar y de sufrir, de inteligencia, de voluntad y de búsqueda de sentido.

¿Y qué tiene todo esto que ver con el aborto en el título de esta columna?

La discusión sobre el aborto corre paralela a la discusión sobre el hito que marca el comienzo de la vida. Las posturas van desde la concepción hasta el parto, pasando por la aparición de las primeras neuronas, los primeros latidos del corazón, la viabilidad extrauterina y otros distintivos biológicos. Una vez que cada quien fija su hito, se sigue que aquello que lo antecedió no puede ser calificado de ser humano. Ese puñado de células que habita el útero unos pocos días después de la fecundación parece tan lejano a Lionel Messi o Marie Curie que algunos prefieren llamarlo “mórula”, pues deshumanizarlo también en el lenguaje facilita a la hora de aislarlo de connotaciones emocionales. Para etapas más avanzadas del embarazo, la palabra “feto” ayuda también a quienes fijan hitos más tardíos para transmitir que lo que hay adentro no es una persona como usted o cómo yo, sino algo aún indigno del estatus de homo sapiens.

Aunque no todos entendemos exactamente lo mismo por “lo humano”, hay suficiente terreno en común como para, sin pretender definirlo, confiar en que usted comprende a qué me refiero. Una mórula está más lejos de la máxima expresión de lo humano que el Dalai Lama; un virus de influenza, más lejos que un chimpancé; y usted cuando tenía tres días de vida y carecía de consciencia de sí mismo; más lejos que el usted que ahora lee estas líneas. En otras palabras, “lo humano” es un proceso gradual, un continuo que se adquiere con los años.

“Lo humano”, entonces, no es un proceso del siguiente tipo, como suele deducirse de la conceptualización habitual que rodea al aborto:

 

Sino más bien algo así:

 

Para algunos resulta incómodo, o incluso chocante, afirmar que un lactante posee un grado menor de eso que llamamos “lo humano” que un adulto. Sin embargo, es una consecuencia necesaria de entender “lo humano” como la suma de todo aquello que nos distingue de amebas y protozoos. Puede ser políticamente incorrecto afirmar que Lulu está más cerca del pináculo de la vida que un infante a quien no le ha sellado la mollera, pero no le quepa ninguna duda de que si una civilización extraterrestre aterrizara y se encontrara con ambos, trataría de comunicarse con la cerdita. Y estarían en lo correcto.

Desde luego, de esto no se sigue que los niños “posean menos valor” que un adulto. De hecho, en cierto sentido es al contrario, pues “su horizonte de humanidad por vivir” es más amplio. Un economista desalmado podría plantearlo de un modo todavía más brutal: “el valor presente de su humanidad” es mayor.

Dado que todo nuestro ordenamiento social está estructurado en torno a “lo que llegará a ser” y no en torno a “lo que es” –pues de otra manera el infanticidio estaría permitido y las chuletas no–, el único hito posible para trazar una línea demarcatoria es la concepción. Es el único punto en este continuo “no humano-humano” que constituye una diferencia sustantiva en el destino de esas células. La falencia, entonces, con argumentos del tipo “mi cuerpo – yo decido” o “si no quieres abortar no lo hagas, pero no me lo impidas a mí”, es que atinge no sólo los intereses de la mujer que los enuncia, sino también de un sujeto ubicado en algún punto de ese continuo cuya vida depende de esas decisiones.

Suele enarbolarse en favor de la libertad de abortar que muchos niños ahondarían la ya desesperada situación de sus madres. Y con frecuencia es cierto, y estremecedor. Sin embargo, todos y cada uno de nosotros concuerda en que si una mujer argumenta exactamente lo mismo cuando su hijo tiene dos años de edad, el infanticidio no es una solución plausible, por desesperada que sea su situación. Más allá del visceral horror que suscita asesinar a un niño de dos años en comparación con la eliminación de un feto anónimo cuyos atisbos de humanidad nunca llegaremos a conocer, ambos son sólo dos puntos del continuo que conduce a un Messi o a una Curie. En ambos casos se trata de un proyecto de ser humano, completamente dependiente de otros para sobrevivir, a medio camino hacia la plenitud. La diferencia, es cierto, es que en el caso del no nacido sólo la madre y nadie más que ella puede satisfacer esa dependencia; pero eso, si bien modifica de modo importante las consecuencias de quienes lo rodean, no modifica la condición del sujeto sobre cuya vida se está decidiendo.

Si esto le suena moralista, conservador o incluso pechoño, su cerebro está recurriendo a prejuicios que no es posible deducir del texto. Plantear la concepción como el único hito posible dentro de un continuo es una consecuencia puramente lógica, inevitable de esta línea argumental, y por completo desprovista de ideologías, preconcepciones o premisas de fe. Esto no quiere decir que la lógica aquí empleada sea infalible, sino sólo que no hay fuentes argumentales ajenas a la lógica.

Ahora bien, qué hacemos como sociedad con quien decide abortar es una discusión sustancialmente diferente. Cada madre sabe qué tribulaciones padece en el momento en que toma esa dolorosa decisión y sancionarlas no conduce a nada. Aclaro también que esta columna se refiere exclusivamente al aborto libre, y no a las tres causales, porque exigir a la mujer actos supererogatorios es también otra discusión. La complejidad de cada caso es enorme. Pero una cosa no cambia: “mórula”, “feto” y “nasciturus” son, como “bebé”, “niño” o “adolescente”, tan solo etapas de aquello que llamamos “ser humano”.

 

Joaquín Barañao, escritor, autor de la colección Historias Freak

 

 

FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO

 

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