El objetivo de la sostenibilidad es impulsar prácticas empresariales que estén por sobre el cumplimiento de la ley. Consiste, en parte, en reportar y gestionar impactos, tratar de mitigar los negativos y maximizar los positivos, pero siempre empujando estándares más altos que los que nos impone el mero cumplimiento.

Por ejemplo, hace años hemos visto cómo se discute en el Congreso la instalación legal de un sueldo ético. Fue a fines del año pasado (post estallido social) que cientos de líderes empresariales se autoimpusieron un sueldo de $500.000 para sus colaboradores, sin existir una norma que lo exigiera. También, vemos múltiples empresas informando sus impactos a través de un reporte de sostenibilidad, cuando recién este año la CMF pretende hacerlo obligatorio para las sociedades anónimas abiertas. Estos son solo dos de numerosos ejemplos en los cuales la sostenibilidad ha logrado instalar buenas prácticas empresariales por las cuales las empresas se comprometen con sus grupos de interés más allá de lo que la ley les exige.

Por otro lado, cuando una buena práctica logra ser recogida por nuestro sistema legal, el resultado ha sido una masificación de ésta, con una baja resistencia del empresariado. Ejemplos de ello han sido las leyes de inclusión laboral y la de pago a proveedores en 30 días. Lo anterior nos demuestra cómo la sostenibilidad ha tenido la virtud de innovar en aquello que el mercado está dispuesto a mejorar voluntariamente, pero con la falencia de modificar conductas solo en aquellos que “pueden” y “quieren” hacerlo. La buena voluntad se torna insuficiente para lograr objetivos que el mundo se ha fijado con el fin de combatir los grandes problemas de la humanidad y el planeta.

Es por eso que la sostenibilidad, que siempre ha estado por sobre la ley, reconoce que para avanzar necesita del “empujón” de esta misma, de manera que nos sirva para impulsar masivamente las buenas prácticas que -hasta ahora- solo los que “pueden” y “quieren” lo han hecho realidad.

La forma de legislar que necesitamos debe apuntar al fondo de nuestro sistema empresarial. El sistema societario actual consagra que el interés social debe apuntar única y necesariamente a maximizar las utilidades para los accionistas. Lo cual implica que cualquier intento de las empresas por atender las necesidades de otros grupos de interés, tales como trabajadores, proveedores, comunidad, medio ambiente, iría contra el espíritu de la ley y en consecuencia podría ser declarado ilegal por sus accionistas. Para ponerlo en simple: si la administración de una empresa hubiese decidido abstenerse de repartir dividendos para pagar con esos recursos el sueldo a sus trabajadores, en lugar de acceder a la suspensión del contrato, los accionistas podrían haber impugnado dicha decisión por un posible menoscabo de su interés social. La misma lógica aplicaría a una empresa que cambia su giro para fabricar mascarillas de emergencia –y con ello lograr abastecer la urgencia sanitaria- si este giro no tiene por objetivo maximizar la utilidad para sus dueños.

Querer contribuir a la sociedad -más allá de lo que nos exige el mero cumplimiento de las obligaciones legales- no es reconocido como una opción válida por nuestra legislación. Esto sucede en la mayoría de los países con fuente en el derecho romano y en muchas de ellas, y como una forma de revertir esta situación, han dictado leyes con el objetivo de promover que las sociedades vayan más allá de la maximización de utilidades para los accionistas cuando así lo decidan sus dueños.

A nuestro Congreso ingresó la Ley de Sociedades de Beneficio de Interés Colectivo que promueve a las empresas con propósito (impulsada principalmente por el movimiento de Empresas B). Estas empresas promueven una contribución explícita a la sociedad, con un estricto apego a la sostenibilidad ambiental y social. A pesar de que el proyecto no exige beneficios tributarios, ni de ningún otro tipo, no ha logrado tener la atención de los parlamentarios.

En su momento, a muchos les parecía ilusorio pensar que una empresa quisiera beneficiar a la sociedad más allá de lo estrictamente necesario. Pero si algo nos ha enseñado esta pandemia es que, sin el involucramiento de las empresas, poca esperanza nos queda para combatir los grandes desafíos de la humanidad, como la desigualdad y cambio climático.

Es de esperar que, en las próximas leyes que se dicten para fomentar esta reactivación, sí se legisle para ampliar el fondo de nuestro sistema societario, permitiendo a las empresas seguir contribuyendo más allá bajo criterios de sostenibilidad.