Hace un año, para esta misma efeméride, recordé que Arturo Prat tenía mucho que enseñarnos a los empresarios, ejecutivos y emprendedores. No necesito decir lo mucho que ha cambiado nuestro país en estos doce meses, pero sí se hace urgente volver a mirar la figura del capitán de la Esmeralda y lo mucho que necesitamos aprender de él todos quienes tenemos responsabilidades frente a la comunidad: gobierno, parlamentarios, comunicadores, trabajadores de la salud, etc.

En esa oportunidad destaqué cuatro rasgos ejemplares de Prat: que predicó con el ejemplo, que su liderazgo tenía un propósito, que se preocupaba por las personas a su cargo y que fue tremendamente realista. Ahora, un grupo de destacados historiadores y escritores consultados por El Mercurio relevó los atributos del héroe de Iquique que unen a los chilenos. Por ejemplo, que le dio sentido de “pueblo” a nuestra nación, es decir, que dotó de características personales y soberanas a la abstracción política, haciéndola un proyecto colectivo trascendente. ¡Cuánta falta nos hace redescubrir nuestra pertenencia a un pueblo, que comprenda al mismo tiempo a nuestros muertos y nuestra descendencia!

Es importante que se destaque también lo obvio –pero que por lo mismo a menudo se olvida–, que Prat era un hombre común, no particularmente brillante ni lo que hoy se consideraría un líder carismático, pero que sí tenía un puñado de virtudes que en tiempos normales se dan por descontadas. El lento olvido de esas virtudes son las que degradan nuestras instituciones, nuestra convivencia y nos arrastran a las crisis. Y esas virtudes también son las que esperamos de nuestros líderes cuando buscamos una forma de salir.

Prat no buscó el martirio; solo cumplió con lo que sentía era su deber como oficial en medio de una guerra. La muerte era un escenario probable y sus marinos lo sabían. Hoy parece que le tenemos horror a la muerte, y que nos creemos inmortales. Tenemos que aceptar que la muerte es natural al hombre, y que nadie sabe dónde, ni cómo, ni cuando, pero que, por seguro, nos llegará.

Su arenga y su epopeya son reales y no buscaban un golpe de efecto ni un giro de la trama como los de las películas. No pretendió dar vuelta el resultado del combate ni prometió “retornos seguros”, sólo quiso asegurarse de que todos los que le acompañaban estuvieran en la misma sintonía, juntos, no cada uno por su lado, bajo una bandera que sería lo último que se vería desaparecer en la rada de Iquique.

Han pasado 141 años y no hay que ser un estratega brillante para darse cuenta de que se ven “humos al norte”, la pandemia del coronavirus sigue creciendo y, tras ella, vendrá una profunda crisis económica. Sin lugar a dudas, una crisis de proporciones, que se suma al violento estallido de octubre del año pasado y que tanta destrucción trajo consigo. Insisto en que no estamos en una guerra, como la que le tocó luchar a Prat, no hay intercambio de cañonazos, pero sí se ven los estragos causados en la cubierta, en forma de muerte, hambre y miseria.

En estas horas aciagas, no se le pide a nadie que dé la vida, sino que cada uno cumpla con su deber y se pregunte, como nuestro fundador, el Padre Hurtado, qué haría Cristo en mi lugar. Se nos pide que busquemos el bien común por sobre consideraciones individualistas y, muchas veces, mezquinas, y que demos un buen uso a esas mismas virtudes que Prat no tenía en mayor concentración que cualquiera de nosotros, pero que supo recurrir a ellas cuando eran más escasas y ponerlas al servicio de una causa mayor que él mismo.

Lo hemos dicho otras veces: de esta crisis nadie sale solo. Ojalá que el gesto de algunos sea similar al de Prat, que logró galvanizar al pueblo chileno y nos dé el impulso para trabajar todos (¡pero todos y no solo algunos!) en la búsqueda del bien de Chile. Este sería el mejor homenaje a un héroe tan querido por todos.