No soy muy futbolero. Los partidos de clubes me importan bien poco, sean chilenos o extranjeros. Pero los mundiales no me los pierdo. Me entretiene muchísimo toda la parafernalia que los rodea. En particular, los diferentes uniformes e himnos que, junto con sus coloridas barras, se suceden normalmente bajo días de sol radiante que, en el gris del pleno invierno santiaguino, resultan simplemente deslumbrantes. En uno de estos mundiales, apareció Diego Armando Maradona en mi vida. Obviamente, ya sabía de su existencia. Mis amigos más futbolizados se habían encargado de que nadie del curso pudiera alegar ignorancia frente a semejante jugadorazo. Sabíamos, por tanto, del primer Maradona de Boca Juniors, del cual habíamos visto algún que otro video con sus impresionantes goles vistiendo la mítica polera del CABJ. Lo vimos pasar sin pena ni gloria por España ’82, y estábamos enterados de que estaba jugando en Europa. En mi caso, quién sabe dónde. Por esta razón, solo asentía con cara de entendido si el tema aparecía en alguna conversación, escondiendo mi inaceptable desinterés ante tan relevante información. Podemos decir, entonces, que hasta México ’86 Diego Armando -el Diego, para sus amigos y los que se sentían tales- ocupaba un lugar muy marginal en mi creciente universo escolar de estrellas pop. Ese año, todo cambió. Pude ver a Maradona en todo su esplendor, mano de Dios y gol del siglo incluidos. La imagen de ese jugador bajito, bien alimentado, de melena rizada, que se desplazaba poco, pero gritaba y gesticulaba harto, al que le pegaban mucho y que, así y todo, tocaba permanente la pelota, y que cuando ya pensabas que no iba a hacer nada importante ese día en la cancha, sacaba unas jugadas de quién sabe dónde, nos maravillaba a todos. Diego Armando era inconfundible no solo por su aspecto, sino por la forma en que se movía, tan diferente a la de los otros jugadores. Lo suyo no era fútbol: era otra cosa, tan indefinible e inclasificable como él.

Vi a Maradona hacer lo suyo en Italia ’90, ya con menos ganas y medio lesionado, pero con la misma convicción. Le perdí el rastro hasta EE.UU. ’94. La celebración de un gol, esa de los ojos desorbitados encima de la cámara de TV, hizo que se ganara un nada aleatorio control antidopaje al partido siguiente, que lo dejó fuera de las canchas varios meses. Cuando Diego Armando reapareció con una franja de pelo teñida amarillo en Boca Juniors, ya se escuchaba más de él por sus escándalos que por el fútbol.

Unos pocos años más tarde, y por esas cosas de la vida, cayó en mis manos “Yo soy El Diego”, su autobiografía. Leyéndola puse orden a un montón de información desordenada que tenía respecto a Maradona, me enteré de muchos otros detalles interesantes que no conocía, y pude conversar del personaje con fanáticos de otras latitudes, fuera de Chile. Un entretenido documental sobre su vida me permitió llenar los vacíos que todavía me quedaban sobre su biografía, y entender esa relación tan intensa, como paradojal, que tuvo con Nápoles. La complejidad del Diego me pareció fascinante. Viniendo de la pobreza más abyecta que Latinoamérica puede ofrecer, Maradona pasó a ganar y gastar millones y millones en una montaña rusa vital desmesurada, inverosímil y grotesca. Sin embargo, quizás por ser chileno, seguía sintiendo que el ídolo era de otros. O eso parecía, al menos.

No soy quién para condenar o absolver a Maradona, ese niño grande y travieso, que de puro salirse siempre con la suya, terminó por hacerse un irreversible daño. Endiosado en vida como pocos, pasó de unas carencias brutales a una abundancia sin límites, siempre rodeado de una interminable sucesión de inescrupulosos, cuando no delincuentes, que supieron alimentar sus vicios y explotar la vulnerabilidad crónica que tenía ese capricho de la genética. ¿Habría actuado yo de otra manera, estando en su lugar? Sin duda. ¿Habría sido mejor que él? No creo. En “La mano de Dios”, que bailé y canté tantas veces con amigos de otros tiempos, Rodrigo logró destilar su esencia. Con los años Maradona siguió su cuesta abajo en la rodada, regalándonos imágenes francamente para el olvido.

Cuando finalmente llegó la noticia de su muerte, hace ya un par de meses, no me sorprendió. De hecho, temo que a nadie lo hizo. Lo que si me extrañó fue que la noticia me entristeciera. Parece que no era tan lejano de él como creía, y en el fondo, quería. Recordé al sudaca sonriente que le hizo trampa a la pérfida Albión, para vengar la deshonra de los argies en la Guerra de las Malvinas, solo para resucitar su alma destruida con el gol más emocionante que haya visto; me vino también a la memoria ese héroe épico moderno que limpió la cara de los entrañables terroni, tantas veces humillados, para llevarlos a esa gloria con forma de scudetto no una, sino en dos oportunidades. Los sentimientos encontrados que él siempre me produjo, brotaron a borbotones. Como para exorcizarlos, los escribí en estas líneas que le dediqué a mis amigos extranjeros, hoy en Facebook, y que ahora comparto con ustedes:

Maradona me gustaba como jugador de fútbol tanto como me disgustaba como persona. Nunca pude separarlos. Maradona es, para mi, el símbolo perfecto de todo lo que adoro de América Latina, y todo lo que detesto de ella. Toda su magia, genialidad y camaradería versus todos sus excesos, vulgaridad y autodestrucción. Pero Maradona, el ídolo, traspasa fronteras y llega a una audiencia más amplia. Él simboliza la resistencia de los oprimidos, la venganza de los despreciados. Maradona es el Tercer Mundo en su mejor y en su peor expresión. Él sana y hiere, en un círculo continuo, que es tanto virtuoso como vicioso. Maradona está en mi sangre, y en la de millones de personas. Jamás va a ser del todo comprendido por quienes nunca han vivido en el sur. Sea el de América, Europa o Asia, o la totalidad de África. Me tomó un tiempo, pero finalmente lo entiendo. Maradona es el espejo, al que temo dirigir la vista.

Deja un comentario