Elegimos este título, como el extremo desorbitado a que puede llevar la ecología entendida como supremacía absoluta de la Naturaleza por sobre el ser humano. No es un invento retórico nuestro, es el leit motiv del Movimiento por la Extinción Humana Voluntaria, fundado por el profesor estadounidense Les U. Knight a finales de los ochenta. Su tesis es simple y directa: la Tierra se salvará y se recuperará como naturaleza viva solo con la extinción del género humano. Para ello no llaman al suicidio colectivo, a lo Jim Jones en Guyana en 1978 (917 muertos); en cambio preconizan el cese de la procreación hasta la desaparición de los humanos, los exclusivos culpables de la degradación del planeta y el fin de las especies animales y vegetales en la Tierra. ¿Es cierto eso?

En parte sí, reemplazando el condenatorio epíteto “culpables” por “responsables”.

Entendámonos, los fenómenos de deterioro del medio ambiente en que vivimos, en especial el calentamiento global como causal de crecientes desastres naturales, se debe en gran parte a la actividad humana y al incesante desarrollo industrial desde el s. XIX. No en vano en las últimas décadas se han multiplicado los gestos e iniciativas que reconocen la mano humana que precipita el degrado planetario. Informes e investigaciones atendibles señalan los índices de contaminación, de CO2, de micropartículas derivadas de la actividad humana que flotan en el aire y en las aguas, como las recientes muestras de corpúsculos plásticos hallados en el Ártico, uno de los ambientes prístinos que van quedando en el planeta. Por otro lado, nadie puede denunciar con justa razón que la humanidad (no solo las industrias, también el pueblo, contamina) haya hecho caso omiso del deterioro del medio ambiente y sus perversos efectos sobre las personas. Se han multiplicado las iniciativas y acuerdos para paliar los daños; una de las primeras fue el Protocolo de Montreal que en 1989 estableció fuertes reducciones de los clorofluorocarburos (CFC), presentes en los sistemas refrigerantes y en los masivos aerosoles; gracias a ese acuerdo el agujero de la capa de ozono comenzó a estabilizarse a mediados de los noventa y recuperarse en el año 2000. Una medida que resultó exitosa, pero que lamentablemente se enfrenta a otros intentos fallidos de acordar esfuerzos mancomunados de los países para salir al paso del deterioro ambiental. Priman los intereses económicos nacionales y también las posturas conservadoras y negacionistas del deterioro ambiental y de sus efectos sobre la integridad humana.

Ello implica la constante vigilancia sobre los fenómenos mundiales y locales de las diversas contaminaciones y perjuicios a la naturaleza y, por ende, a las personas. No solo eso, también la salvaguardia normativa del medioambiente, mediante leyes que impongan prohibiciones, limiten y regulen las actividades productivas (y la de los seres humanos en su singularidad) como focos contaminantes. ¿Basta esta declaración de buenas intenciones y los posteriores esfuerzos e iniciativas políticas (porque de eso se trata, de política) para el saneamiento planetario?

Para nada. Como en toda decisión política se enfrentan visiones y convicciones propias de los seres humanos, con todas sus gradaciones y a veces trincheras inexpugnables.
Para abordar el problema medioambiental y sus secuelas, existen variadas posiciones, algunas de ellas extremas y otras opuestas a intervenciones ecológicas, dejando que una mala política de libertad productiva continúe su curso “normal”, como las posturas de Trump en el reciente pasado. Frente a esta visión se levanta el ambientalismo, movimiento nacido en los años sesenta, que tuvo un relevante impulso con las ideas y activismo del noruego Arne Naess, fallecido en 2009, creador de la llamada Ecología Profunda. Sus planteamientos no han estado ajenos a la polémica, pues su visión del ser humano como una especie más de la naturaleza, llevaba a igualar derechos y prioridades de vida animal y humana. En otro aspecto, Naess opinaba que los graves problemas medioambientales no se podían resolver enteramente en las sociedades industriales y capitalistas, pues era este mismo tipo de sociedad que había generado las crisis ecológicas. Una postura que sin duda llevaba a propuestas tendientes a frenar el desarrollo económico, base de un creciente bienestar y comodidades para la especie humana en general, aun considerando los niveles de desigualdad que los malos sistemas y gobiernos han provocado. Aún más, esta idea ha llevado a movimientos que proponen el decrecimiento económico como fórmula de salvataje de la naturaleza. Abandonar el concepto de desarrollo occidental por un sistema que persiga otros índices y medidas de desarrollo, como la autonomía, las realidades locales, la drástica disminución del consumo, la declinación demográfica.

Estas y otras fuentes del ecologismo radical han creado el enfrentamiento entre dos concepciones filosóficas y sus correspondientes versiones políticas y sociales: el antropocentrismo y el biocentrismo, es decir la colocación del ser humano o de la naturaleza como ejes de lo que entendemos como estados sociales lo más cercano a la perfección de la vida sobre el planeta. O el mundo natural integrado a la especie humana, o el ser humano integrado a la naturaleza, es decir con menguadas posibilidades de intervención en ella.

El proceso constituyente en Chile y las deliberaciones de la Convención Constitucional han sido (y son) una buena oportunidad para conocer la variedad de posiciones respecto del medioambiente y su cuidado en el país y, digámoslo, militancias que tienen como único y exclusivo eje la ecología en torno a la que todo lo demás debe ordenarse, desde el sistema político a la educación, desde la economía a la justicia, anidándose transversalmente en la nueva Constitución. Una especie de monismo o reduccionismo político que, digámoslo también, se presenta bajo otros rótulos en el debate convencional.

La cosmovisión de la ecología radical representa, en cuanto utopía perseguida, el anhelo del retorno del ser humano a la naturaleza, a un edén puro, intocado. De allí el aspecto quimérico, con el agregado de cierto romanticismo, de esa representación que tiende a situarse fuera de la historia, o sea la óptica refundacional que mueve a muchos de nuestros constituyentes y a parte de la debutante elite política chilena. Algunas consideraciones puramente prácticas, de sentido común, deben ponerse en el tapete del debate medioambiental.

La naturaleza intocada e intocable no existe desde los albores de la humanidad, desde la adquisición de la naturaleza cultural del ser humano, desde el dominio y creación de conocimientos, instrumentos y tecnologías que empezaron a modificar el ambiente natural en el cual el nuevo ser cultural se mueve, desde el dominio del fuego, la construcción de moradas, el cultivo de la tierra hasta las modernas tecnologías digitales. Todo en beneficio de los humanos y su bienestar, aunque tantas veces, demasiadas veces, ese beneficio haya sido moralmente detestable y haya arrasado con zonas naturales. Pero reconocer esos males no es equivalente a renunciar a la calidad de vida que en el mundo moderno procura el aprovechamiento de los bienes que otorga la naturaleza. ¿Alguien concibe un mundo sin electricidad, por ejemplo? Disponer y disfrutar de ella implica obtenerla de alguna parte del entorno natural, lo más limpiamente posible. En busca de ese ideal de energía limpia se ha avanzado –paradojalmente, gracias a la criticada tecnología moderna– a sistemas cada vez menos contaminantes y agresivos con el ambiente; véase las fuentes de energía alternativas hoy en curso en el país (a la vanguardia en A. Latina), territorio generoso de sol, vientos y ríos en el sur. Y sin embargo, estas fuentes deben alterar la naturaleza. Miles de hectáreas se ocupan hoy en el desierto desplegando paneles solares, otras tantas se destinan en las zonas ventosas a las torres generadoras de energía eólica. Ya hay voces que se alzan críticamente a estas formas de intervención del paisaje natural. Pero la fórmula no es renunciar al desarrollo y seguridad energética, sino aplicar el progreso técnico para que el impacto de las fuentes de energía sean compatibles con el ambiente natural y, especialmente, con la vida humana del entorno.

Ciertamente seguirá habiendo contradicciones entre el crecimiento económico y social, y la obligación de modificar el ambiente natural con los menores riesgos de degradación y contaminación, no porque la naturaleza tenga o no tenga un valor intrínseco o derechos propios –es una discusión que debe avanzar sobre todo en el terreno filosófico–, sino por el daño a la integridad física y espiritual de las personas, para los humanistas el primer objeto de lo que deben ser las decisiones públicas del país.

El androcentrismo y el biocentrismo deben derivar a zonas de encuentro, como ya hemos dicho tantas veces, al justo punto medio de las buenas políticas, sobre todo de aquellas que formarán parte de la nueva Constitución.

*Fredy Cancino es profesor.

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