Ser candidato a algo es meterse en forros gratis. Intuí esto cuando las noticias me mostraban que los Presidentes argentinos huían en helicópteros o que lo primero que tenía que hacer un ex Presidente boliviano cuando dejaba su cargo era contratar un abogado para que no lo metieran en la cárcel. Lula, Dilma y Temer en Brasil no han hecho nada por persuadirme de algún error.

Y por casa no andamos mucho mejor. ¿Por qué alguien querría ser Presidente de Chile? (¡Dos veces!). Sin embargo, se abre la temporada y aparecen los candidatos a mártir, los ciudadanos con carne de bronce, los chilenos con cara de prócer mirando la eternidad.

Hay un libro fantástico —“Rey de la montaña: La naturaleza del liderazgo político”, de Arnold Ludwig— que analiza a los gobernantes del mundo entre 1900 y 2000, y que llega a un puñado de conclusiones pavorosas respecto de la naturaleza del liderazgo político y de por qué un bípedo querría terciarse una banda presidencial: Los líderes de las naciones tienden a actuar de un modo asombrosamente parecido a los monos, al menos cuando buscan el poder, cuando lo ejercen y cuando lo pierden.

Me acordaba de esto leyendo las esperanzadas elucubraciones respecto de cuánto ha cambiado Sebastián Piñera desde la última vez que fue candidato, o las maromas de la Nueva Mayoría para convencerse de que deben tener ideas antes que tener un abanderado. Pues se equivocan. Pueden tener un candidato antes que un programa común, con la condición de que tenga características humanas. En su libro, Ludwig no encontró correlación entre la inteligencia, genialidad o experiencia del homínido y su desempeño en la primera magistratura. Tampoco eran tipos más sanos o equilibrados que el promedio; los hubo alcohólicos, drogadictos, depresivos, paranoicos y muy católicos también. Los que llegaban al poder por la fuerza a menudo repetían los errores de sus antepasados (no lo sabremos los latinoamericanos). Y los que lograban cierta fama, lo hacían mediante declaraciones de guerra, imposición de creencias y tormentos a la población; rara vez por pacifistas o ser buenos negociadores que mantenían el estado de las cosas. Una virtud muy política, por lo demás.

Para entrar en La Moneda y mejorar el récord de un chimpancé no se requiere de una certificación universitaria. Deberíamos buscarnos a un Václav Havel. Cuando le preguntaban qué se requiere para tener éxito en política, respondía que un cierto sentido de la estética, de las proporciones, decencia, humor, tacto, oído, buen gusto, curiosidad; todas cosas que el dramaturgo checo devenido Presidente de su país se exigía a sí mismo antes que pedírselas a un representante.

La caída del comunismo puso a Havel en una posición que no buscó; la aceptó y lo hizo más que bien por la sencilla razón de que no temía perder el poder. Sus consejos parecen ñoños, conservadores, y quizás lo son. Pero tienen la garantía de que funcionaron en el peor escenario posible. No son consejos políticos, sino éticos y estéticos, y por eso funcionan. Son los consejos de un dramaturgo, un artista, uno que conoce los resortes profundos de este peculiar tipo de simio con derecho a voto.

 

José Agustín Muñiz Viu, periodista y magíster en Comunicación Estratégica UC

@jose_muniz

 

 

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