Uno de los grandes desafíos políticos y éticos que América Latina debe abordar con urgencia y seriedad tiene que ver con la consolidación de una democracia estable y moderna, sustentada sobre una cultura democráticacultura que hoy existe en un estado embrionario-, en la cual no solo participen los grupos dirigentes sino también las personas concretas y la ciudadanía en su conjunto. Esto requiere salir de la postración ideológica que caracteriza no solo a los partidos políticos, sino también a sindicatos, organizaciones sociales, grupos de interés, e, incluso (lo cual, por decir lo menos, es impresentable) las organizaciones de los DD.HH. Ello, porque la ideología hace inviable la implementación de un proyecto político o programa de gobierno orientado al bienestar y desarrollo integral de cada persona en la polis o sociedad política, para terminar beneficiando solamente a determinados sectores, grupos partidarios o enclaves de poder, haciendo de la democracia tan solo un ejercicio electoral, dominado por la demagogia de la propaganda partidaria, al margen de todo referente antropológico (dignidad humana) y ético (bien común). En este sentido, la ideología no solo corroe los fundamentos de la política, sino los mismos cimientos sobre los que reposa la democracia.

La breve historia de la ideología en América Latina es la historia de una tragedia con sus personajes marcados por el despojo y el dolor, caminando sin rumbo y sin sentido, revestidos con harapos que recuerdan que alguna vez existió en ellos un vestigio de humanidad. La ideología llegó como han llegado casi todas las cosas a nuestra tierra, de manera inadvertida, plagada de promesas y de fantasías: ¡El Nuevo Dorado! ¡La Tierra Prometida! ¡Un Mundo Nuevo! ¡Una Humanidad Nueva! Así, el discurso mesiánico quedó sellado a fuego en el tronar del populismo de caciques y caudillos, en el paternalismo castrante, entre la libertad y el miedo, al decir del escritor colombiano Germán Arciniegas, en la búsqueda incesante de la identidad prescrita, en el sincretismo engañoso del “realismo mágico” (Arturo Uslar Pietri), en nuestra ingenua y obsesiva identificación con lo europeo o lo amerindio como ya lo intuyera Simón Bolívar, (“…no somos indios ni europeos, sino una especie media… somos americanos por nacimiento”, Carta de Jamaica 1815), esta última ligada a nuestro desprecio congénito e incomprensible hacia el mestizo y lo mestizo.

La ideología se presenta como una visión global y totalizadora del mundo.

De este modo el “discurso” ideológico, con sus promesas utópicas, se desarrolló en nuestro “universo macondiano” (Gabriel García Márquez) casi sin resistencia y con una “folclórica” complacencia, hasta formar parte sustantiva de nuestra historia política, permeando incluso nuestra identidad cultural y sus diversos matices. En nuestros pueblos encontró, gracias a la primacía del mundo de la oralidad sobre la cultura del texto (Pedro Morandé), el “creciente fértil” donde germinar y florecer sin temor y sin pudor. Si la pobreza, la injusticia, la falta de oportunidades, las enormes desigualdades y tantos males endémicos enquistados en nuestras formas sociales fueron su puerta de entrada y su caldo de cultivo, la revolución fue la “bella prometida” por la cual tantos ofrendaron su vida y la de muchos inocentes, sin imaginar siquiera que estaban ante la nueva diosa, la más insaciable de cruentos sacrificios, capaz de hacer palidecer las deidades ancestrales de nuestras “constelaciones mitológicas” (Raoul Girardet). Con razón la han llamado la gran religión secularizada y deshumanizante (Pablo VI), capaz de lograr que un puñado de devotos, o fanáticos delirantes, se sientan portadores de “verdades” inmutables (pensamiento único) ante las cuales sus feligreses deben postrarse y subyugarse, por el bien de ellos y a pesar de ellos.

¿Qué se entiende por ideología? Desde que el concepto hace su aparición en Occidente con el filósofo francés Desttut de Tracy (1754-1836) y logra su consolidación cultural en la obra clásica de Marx y Engels, La Ideología Alemana (1845 y 1846), ha sido objeto de notables estudios por parte de destacados pensadores, filósofos o sociólogos como Karl Mannheim, Hannah Arendt, Paul Ricoeur, Raymond Aron, Alexandre Solzhenitsyn, Alain Besançon, Adam Schaff, Georges Cottier o Leszek Kołakowski. Una serie de elementos la identifican con precisión en su forma pura.  En primer lugar, la ideología se presenta como una visión global y totalizadora del mundo, aunque el énfasis esté puesto en el campo histórico, social y sobre todo político.

Segundo, esta visión tiene un carácter apriorístico. Se construye en el seno de la imaginación y la emoción en oposición al dato objetivo de la experiencia, con un desconocimiento brutal de la realidad concreta de las personas, las cuales deben adaptarse a un modelo previamente establecido. Esto explica la importancia capital que ocupa la propaganda basada en la mentira y el engaño, como lo hemos observado las últimas semanas en las demandas sociales que se dieron en Chile a partir del “estallido social” del viernes 18 de octubre. Detrás de muchas demandas legítimas, es posible encontrar un sinnúmero de afirmaciones falsas, las cuales fueron alimentadas y difundidas por los mass media y las redes sociales, que han llegado a convertirse en muchos casos en la fuente periodística por excelencia. En este sentido ha escrito el profesor Carlos Peña: “… no es verdad que Chile sea de los países más desiguales del mundo. La verdad es que la desigualdad ha disminuido, y lo que hay que explicar (pero a algunos académicos esto no les importa) es por qué la vivencia o la experiencia de la desigualdad se ha incrementado. Es probable que ello sea fruto de la misma mejora en las condiciones de vida (“El yugo, dijo Tocqueville, parece más insoportable cuando es menos pesado”) y de la falta de un sistema de bienestar que distribuya el riesgo de la vejez y la enfermedad. Hay que hacerse cargo de esto con urgencia; pero primero hay que mirar los hechos que lo desatan” (‘El opio de los intelectuales’).

La ideología está dirigida al hombre considerado como masa informe o al individuo anónimo.

En tercer lugar, la cosmovisión que nos propone la ideología solamente representa los intereses de un grupo de la sociedad (clase, raza, organización social o política, movimiento, grupo, ONG…). Este grupo se siente portador de una misión histórica de carácter mesiánico lo que es clave para su propaganda demagógica. En cuarto lugar, la ideología desprecia la teoría pura, a la cual considera inútil; ella existe para realizar un cambio radical del orden social y político, por eso generalmente se encuentra ligada a la idea de revolución. Finalmente, la ideología está dirigida al hombre considerado como masa informe o al individuo anónimo. La idea de persona como sujeto racional y libre le es completamente ajena. Lo que se busca no es proponer sino imponer sin importar los medios que se utilicen, incluso si dichos medios contemplan la destrucción física o moral de las personas. En síntesis, la ideología elimina o sustituye al sujeto de la política, la persona por otros “sujetos” que usurpan su lugar y sus derechos: el Estado, el Mercado, la Raza, la Nación, la Clase, etc.

Es esta visión la que se encuentra presente en numerosos líderes políticos, gobiernos, movimientos, organizaciones, actores sociales o políticos de América Latina, ya sea de manera clara o de manera subrepticia. Uno de los “lugares” donde ella se manifiesta con una fuerza casi irresistible es en la discusión permanente, y no menos urgente, sobre el rol que tiene el Estado en una democracia, olvidando que el Estado es una Institución rectora del bien común que se funda en el respeto a la dignidad inviolable de la persona y a sus derechos inalienables, que son siempre anteriores y superiores al mismo Estado, y a todo tipo de ordenamiento político, social, económico, jurídico o cultural, porque dichos derechos son su propio fundamento.

En este caso los extremos ideológicos son la “sociedad de mercado” y la “sociedad estatista”. Ambas tienen en común el poseer una visión antropológica distorsionada que niega el papel esencial de la persona como sujeto o actor fundamental de la política y de la economía. En ambas el ser humano es reducido a una simple parte (individuo) del mundo sociopolítico o a un elemento anónimo de la ciudad humana (colectivos). Tanto los detractores del Estado como del mercado desatan sus pasiones ideológicas lejos de la vía argumentativa para refugiarse en el lenguaje burdo y caricaturesco, en “verdades a medias”, en ejemplos extremos, en el “absolutismo” estadístico, en comparaciones anacrónicas o ignorantes. Una muestra más de la primacía de la materia sobre el espíritu tan característica de nuestro tiempo.

La ideología “dramatiza falsos problemas, para hacer creer que son importantes”,

Como lo recuerda de manera notable el destacado pensador francés Jacques Ellul, la ideología es “la degradación sentimental y vulgarizada de una doctrina política o de una concepción global del mundo”, ella lleva consigo una mezcla de “pasiones y creencias”, configurándose de este modo en un discurso falso, que “ha dejado de referirse a una realidad verdadera”. Por esto la ideología “dramatiza falsos problemas, para hacer creer que son importantes” (L´idéologie marxiste-chrétienne, Paris, Le Centurion, 1979). Adolf Hitler, como Joseph Stalin o Benito Mussolini, tenían perfectamente claro que “una mentira colosal lleva en sí una fuerza que aleja la duda… Una propaganda hábil y perseverante acaba por llevar a los pueblos a creer que el cielo no es en el fondo más que un infierno, y que, por el contrario, la más miserable de las existencias es un paraíso… Pues la mentira más impúdica deja siempre huellas, aun cuando se la haya reducido a nada” (Mein Kampf).

Esta visión ideológica se transforma en una verdadera óptica o clave de lectura que impide cualquier análisis objetivo sobre la realidad, lo que hace imposible el diálogo entre los diversos grupos que conforman una sociedad, imposibilitando el logro de acuerdos y consensos indispensables para garantizar el funcionamiento del régimen democrático y la paz social. Para los promotores de la ideología no existen adversarios u opositores, solamente existen enemigos, por eso en sus posiciones más radicales ella busca traspasar la lógica del enfrentamiento del campo de la guerra al campo de la política.

Hoy más que nunca, en los tiempos turbulentos que vivimos en América Latina, es fundamental evitar la grave confusión o identificación entre política e ideología, tan común en las sociedades latinoamericanas. Mientras la política es esencialmente la ciencia, el arte y la praxis del bien común, fundada en una antropología de la persona considerada en la integralidad de su ser (Jacques Maritain), la ideología es una mistificación de la realidad, orientada a la dominación y la voluntad de poderío. Mientras la política se fundamenta en los principios y datos de la razón filosófica y científica respetando la riqueza inteligible de todo el orden real, la ideología busca sustituir tanto a la filosofía como a la ciencia para imponer un pensamiento único, para poder moldear la realidad según los intereses políticos del grupo que la encarna.

El pensador que ha expresado con mayor radicalidad el menosprecio racionalista hacia toda forma de teoría pura (“saber es poder”), posibilitando la consolidación y la expansión de la ideología, ha sido Karl Marx, especialmente en su texto de 1845, Tesis sobre Feuerbach, particularmente la tesis segunda: “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica es un problema puramente escolástico” (Tesis II). Sobre esta tesis Antonio Gramsci (padre del marxismo cultural), construirá su pensamiento político, que no es otra cosa que una filosofía de la praxis.

Por esta razón, entre tantas otras, la ideología hoy como ayer se constituye en un obstáculo mayor no solamente para la consolidación del orden democrático y el estado de derecho, sino también para el desarrollo político, económico y cultural de América Latina. No hay diálogo y nunca habrá alguna forma de diálogo sobre principios ideológicos, porque todo diálogo se fundamenta en la comunicación mutua de la verdad. Cuando el diálogo desaparece surge la violencia, en ese instante la democracia empieza a transitar por las peligrosas arenas movedizas de la dictadura o el totalitarismo como lo demuestra la trágica historia del siglo XX.