“Nuestra propuesta es que la centralidad de las fuerzas democráticas debe ser desmantelar el Estado Subsidiario. El Estado Subsidiario es fruto de la alquimia política de Jaime Guzmán y resultado de la alianza social y política que a poco andar toma las riendas de la dictadura que realiza la revolución más grande que ha conocido la historia de este país” (Francisco Orellana, “Todos juntos contra el Estado Subsidiario”, El Mostrador, 11 noviembre 2014).

Esta afirmación de uno de los partidarios de ese conglomerado bizarro llamado Frente Amplio, inspirado ideológicamente en las tesis centrales del estatismo chavista, nos permite rastrear con facilidad cuál es el objetivo de la izquierda no democrática chilena, apoyada paradojalmente por algunos organismos de DD.HH., y por la autodenominada “mesa social” que no es otra cosa que una extensión del Partido Comunista chileno. ¿Cuál es ese objetivo? Poner fin al Estado subsidiario, porque, según ellos, no solo representa el pensamiento del fundador de la UDI (único senador chileno asesinado en democracia), Jaime Guzmán Errázuriz, sino también la expresión tangible del ideario político de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Aún más, es la subsidiariedad del Estado la que hizo posible la implementación y consolidación del modelo neoliberal, el gran responsable del “estallido social” ocurrido en Chile el 9 de octubre del 2019, como consecuencia de las desigualdades existentes en la sociedad chilena.

Este es el discurso que la “nueva” izquierda -o izquierda no democrática (Frente Amplio y otros conglomerados)- repite sistemáticamente como si se tratase de un dogma casi religioso que no puede ser cuestionado por nadie, so pena de caer bajo la sospecha del nuevo Tribunal de la Inquisición, que los totalitarios de siempre han sabido diseñar para aplastar moralmente, e incluso físicamente, a quien no comulgue con alguno de los artículos de su profesión de fe (¿no es acaso la ideología una religión secularizada?): para eso existen las “funas”. Curiosamente, algunos creen que las llamadas “funas” son un fenómeno histórico reciente e incluso democrático, desconociendo que se trata de una práctica aberrante que era utilizada por los fanáticos militantes de las ideologías totalitarias del siglo XX, no solo por los fascistas de Mussolini, sino también por los seguidores de Hitler y los bolcheviques comunistas seguidores de Trotsky o Lenin. Su finalidad era amedrentar a cualquiera que fuera disidente, o se atreviera a expresar libremente sus ideas contrarias al pensamiento único encarnado por el partido, o el Estado y sus burócratas.

Detrás de estos planteamientos se esconde una idea falsa sobre el Estado, y con mayor razón sobre el principio de subsidiariedad. Un ejemplo significativo al respecto lo encontramos en un artículo publicado por Mario Paz hace algunos años en Le Monde Diplomatique (9 de agosto 2011). Cito: “Guzmán reclama la necesidad de aplicar el principio de subsidiaridad como principio axial del papel del Estado en la sociedad. Para el político, el Estado en la sociedad debía ser subsidiario en virtud de la autoridad ontológica del individuo frente a la sociedad. Según este universo doctrinal, las sociedades intermedias, creadas por el hombre en unión de su naturaleza social, son también superiores al Estado, por lo que este ha de estar a su servicio y no al revés”. Aquí se encuentran los principios que hoy plantean los supuestos intelectuales del Frente Amplio y, por qué no decirlo, algunos “liberales” de la misma generación, partidarios del cambio de la Constitución vigente.

Como se capta rápidamente, la confusión de ideas que tiene el autor es abismante. Además de la ignorancia sobre la Historia de las Ideas Políticas, lo que intenta cuestionar es la esencia de la democracia, es decir, que el Estado está al servicio de la persona y no la persona al servicio del Estado. Esto compromete tanto a las personas individuales como a los cuerpos intermedios, lo que diversos autores llaman sociedad civil (Mary Ann Glendon, Harvard), para distinguirla de la sociedad política. Seamos claros, el único sujeto -y en cuanto tal, principio y fin tanto de la política como de la democracia- es la persona, en ningún caso el Estado (o el mercado).

En efecto, en cuanto todo ser humano es un sujeto racional y libre es una persona; es decir, un universo espiritual y corporal que tiene un valor en sí mismo (nunca es un medio o un instrumento). El Estado, en cambio, es una Institución que forma parte de la sociedad política (no está por encima de ella o fuera de ella como un poder aparte); en ese sentido, es un medio o causa instrumental cuya tarea consiste en ser rector del bien común, para que cada persona concreta alcance su pleno desarrollo, garantizando siempre el respeto a su dignidad inviolable. Para decirlo con el filósofo cristiano de la democracia, Jacques Maritain, “el Estado es aquella parte de la sociedad política cuyo objeto propio consiste en mantener la ley, promover la prosperidad común y el orden público, y administrar los asuntos públicos” (Cf. El Hombre y el Estado).

La izquierda concibe el Estado como una Persona (con mayúscula) o un “ser en sí” (hipóstasis), un “ente abstracto”, o un “sujeto colectivo”, no solamente separado de la sociedad política a la cual debería servir, sino por encima de ella.

Es aquí donde aparece en todo su esplendor el venerable principio de subsidiariedad, no solo como una función del Estado (tendencia reduccionista de muchos ingenieros comerciales), sino como un principio constitutivo del mismo, principio que permite afirmar que la persona y sus derechos fundamentales son anteriores y superiores al Estado. De lo contrario, dichos derechos no serían inalienables (Cf. Declaración Universal de los DD.HH., ONU, 1948, Preámbulo). Aún más, el principio de solidaridad no solo supone el de subsidiariedad, sino que se construye sobre él y no contra él.

¿Qué tiene que ver con Jaime Guzmán y Augusto Pinochet el principio de subsidiariedad en su génesis y desarrollo? Nada. De hecho, la primera formulación del principio de subsidiariedad tal como lo entendemos hoy se encuentra en el pensamiento de Montesquieu (autor que hoy llamaríamos de “izquierda”), y surge para limitar el poder de la Monarquía Absoluta. Cito: “el pueblo que tiene la soberana potencia debe hacer por sí mismo todo lo que puede hacer bien; y lo que no puede hacer bien, es preciso que él lo haga por sus ministros” (L’Esprit des Lois, Livre deuxième, chapitre II). Posteriormente lo encontramos en Alexis de Tocqueville y los grandes teóricos del catolicismo social del siglo XIX, y de ahí pasa a la Doctrina Social de la Iglesia (Rerum Novarum, n° 26), hasta la clásica definición formulada por Pio XI en la Encíclica Quadragesimo Anno: “Como no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos” (n° 79). Algunos olvidan la importancia que ha tenido este principio en el desarrollo de la democracia moderna, e incluso en la configuración de la Unión Europea, siendo acogido y consagrado en el Tratado que le da origen histórico (Tratado de la Unión Europea, artículo 5, 7 de febrero de 1992).

No se puede eliminar el principio de subsidiariedad y seguir hablando de democracia.

Esta visión se encuentra en las antípodas de los sectores de izquierda que admiran y defienden los modelos políticos de Nicolas Maduro y Evo Morales, cuya visión del Estado sigue siendo en muchos de sus partidarios de inspiración “totalitaria” (Hegel, Marx, Gramsci, Althusser y más recientemente Heinz Dieterich o Marta Harnecker) o “pre-totalitaria” (Hobbes y Rousseau). En esta perspectiva, el Estado es concebido como una Persona (con mayúscula) o un “ser en sí” (hipóstasis), un “ente abstracto”, o un “sujeto colectivo” (esto explica por qué para Beatriz Sánchez y sus seguidores la noción de “colectivos” es fundamental), no solamente separado de la sociedad política a la cual debería servir, sino por encima de ella, “devorando” a las personas y ciudadanos para satisfacer su “natural” tendencia a tener el control total de la sociedad.

En esta lógica estatista (como lo venimos señalando hace más de 10 años), la persona o el ciudadano pasan a ser tan solo una pieza sacrificable dentro del engranaje de la maquinaria estatal, cada vez más ahogado por un Estado que –identificándose con el gobierno-, busca acallar toda discusión sobre las materias de interés público. Eso es el régimen iniciado por Hugo Chávez y continuado por el tirano de Nicolás Maduro. Eso ya no es Estado, menos aún subsidiario, sino simplemente estatismo. Como lo ha señalado magistralmente el destacado pensador de izquierda Fernando Mires, Venezuela ha asistido a una toma del poder, pero no del pueblo hacia el Estado sino del Estado hacia el pueblo, “lo que ha tenido lugar en la Venezuela de Chávez no es más que el progresivo secuestro de la sociedad por parte de una oligarquía estatal”. ¿Tiene algún sentido hablar de dignidad de la persona o de libertades individuales en esta visión del Estado? Ciertamente no, y los ejemplos están a la vista con el régimen cruento y dictatorial de Nicolás Maduro. ¿Esto es lo que queremos para Chile? Si la respuesta es NO, no se puede eliminar el principio de subsidiariedad y seguir hablando de democracia.

Este es el gran dilema que enfrenta hoy la sociedad chilena: ¿colocamos a la persona al centro de la política y la democracia o colocamos al Estado? La izquierda no democrática lo tiene claro. Este es el sentido estratégico de colocar el tema constitucional como el problema central para la estabilidad política y la equidad social del país. De este modo, la elaboración de una nueva Constitución que excluya al “Estado subsidiario”, ha pasado a ser mediante un hábil manejo propagandístico fundado en la mentira y el engaño (Joseph Goebbels los aplaudiría de pie tomado de la mano con Antonio Gramsci), el nuevo “Mesías” que permitiría a Chile salir de su miserable existencia. Cualquier observador imparcial, pensaría que estamos hablando de la Venezuela de Maduro, con su crisis humanitaria, sin derechos humanos y sin democracia. Como decía Adolf Hitler: “una propaganda hábil y perseverante acaba por llevar a los pueblos a creer que el cielo no es en el fondo más que un infierno, y que, por el contrario, la más miserable de las existencias es un paraíso en su libro” (Mein Kampf). Parafraseando las palabras desquiciadas del Führer, la izquierda extrema quiere hacernos creer que Chile es un infierno, y que, por el contrario, Venezuela es un paraíso.

Esperemos que quienes creemos en la democracia, es decir, en una sociedad de hombres y mujeres libres, en una sociedad de derechos, pero también de deberes, en la igualdad, el pluralismo y la justicia social, pero sobre todo en la convivencia pacífica, que es el otro nombre del bien común (Agustín de Hipona, Tomás de Aquino), podamos salir de la encrucijada donde nos han instalado las minorías violentas y la inoperancia de un gobierno que ha llegado siempre tarde a las grandes citas de la historia presente. El tiempo nos dará la respuesta.