Cuenta la historia que, antiguamente, las clases políticas estaban agrupadas por líderes de diversas sensibilidades políticas, los que —de forma bastante arbitraria, por su ubicación en un salón de la Francia revolucionaria— comenzaron a llamarse de izquierda o de derecha. Pero claro, como no eran dos bloques monolíticos, con el tiempo se fueron desarrollando bandos que estaban “más a la izquierda” o “más a la derecha” que otros. Apareció así el “centro”, un espacio bastante despreciado por sus adversarios —quienes lo han tildado de insípido y tibio— pero sumamente estratégico, ya que puede permitir darle una mayoría circunstancial a uno u otro bando.

A decir verdad, en Chile, ha sido el centro el que le ha dado estabilidad y cohesión al país. Fueron parte de esta “bisagra” don Arturo Alessandri, Ibáñez del Campo, los radicales de mediados de siglo, Frei Montalva, e incluso, los primeros presidentes tras el retorno a la democracia: hoy nadie cometería la insolencia de decir que Aylwin, Frei Ruiz-Tagle o Lagos son de izquierda.

Sin embargo, hoy ese ideal de centro y moderación parece haberse esfumado. Y esto es notorio, tanto en su variable demócrata cristiana, como en su versión socialdemócrata.

Partamos por esta última: si algo tiene de particular la socialdemocracia europea es su capacidad de aportar al debates con sentido comunitario pero con responsabilidad fiscal y tecnocracia. La socialdemocracia se aparta, desde luego, del liberalismo clásico de Hayek, pero tampoco cae en el facilismo retórico de Gramsci y el eurocomunismo. Por algo, autores como Giddens han acudido al término de la “tercera vía”, para apartarse tanto del capitalismo como del socialismo.

Este modelo, que cobró importancia intelectual en el gobierno de Lagos, hoy se mantiene presente de la oratoria pública, pero se ha evaporado en la toma de decisiones. La discusión del retiro del 10% de las AFP es un buen ejemplo: a pesar de las múltiples opiniones de economistas y expertos (muchos de ellos ex ministros de la Concertación) que argumentaban lo regresiva, injusta y lapidaria de la propuesta, uno ¡apenas uno! de 83 diputados de oposición se atrevió a oponerse a la ofensiva de izquierda. El resto prefirió sumarse al relato posmoderno que hoy impulsa el Frente Amplio, el que —irónicamente—censura y estigmatiza cualquier rasgo que aún quede de la socialdemocracia.

Con la Democracia Cristiana pasa algo similar, aunque aquí el cambio de timón ha sido más brusco: a comienzos de este Gobierno, su recién estrenado presidente, Fuad Chahín, jugó un rol interesante, asegurando los votos para ciertos proyectos y mesas de diálogo importantes para el Ejecutivo. No obstante, quizás obnubilado por la bruma de una sociedad cada vez más polarizada, la DC también ha caído en el juego de la izquierda, y se ha sumado a prácticamente todas las iniciativas por desestabilizar el poder, a partir de acusaciones constitucionales sin fundamentos, y proyectos abiertamente inconstitucionales.

Lo curioso es que, con esto, la DC ha traicionado ni más ni menos que a su propia base electoral, la que —evidentemente— es más moderada y de centro que sus propios dirigentes. Un pequeño dato permite zanjar el punto: entre la primera y la segunda vuelta de 2017, la candidatura de Sebastián Piñera creció en 1.378.378 votos. Si asumimos que todos los nuevos votantes que se sumaron en la segunda vuelta (casi 330 mil), y que todos los electores de José Antonio Kast (poco más de 523 mil) votaron por el actual Presidente —ambos supuestos exagerados, desde luego— aún nos quedan más de 525 mil votos sin explicación. ¿Cuántos votos sacó la candidata DC, Carolina Goic? Casi 388 mil. Es más que probable que una porción muy importante de ellos optó por Piñera en el balotaje. La base DC está más alejada de la izquierda que de la derecha, aun cuando sus autoridades no quieran verlo.

Una pregunta más que válida es por qué examinamos sólo a la izquierda; efectivamente, la derecha también podría hacerse del centro. Eso quedará para una futura columna. Por ahora sólo queda decir que una izquierda cada vez más alejada del centro es nociva, no sólo para sus propios intereses, sino también para el desarrollo de un país que —hoy más que nunca— demanda visiones moderadas y con capacidad de cruzar el puente.