Se necesita reformismo, una mala palabra de antaño que aún resuena en franjas de la izquierda dura y ortodoxa. Pero vemos con personal satisfacción que la idea reformista comienza abrirse paso en medio de los escombros de la fallida apuesta refundacional de Chile, apuesta de la que el propio Gobierno parece alejarse, impulsado por el realismo político y por las cuentas que debe hacer con el pluralismo y la libertad de expresión que, afortunadamente, aún gozan de buena salud en nuestro país. 

El reformismo representa un filón de pensamiento y acción política que ha contribuido a cambiar el mundo en los dos últimos siglos. Al reformismo progresista se le deben los grandes logros que hoy constituyen compromisos irrenunciables del Estado moderno en favor de los sectores oprimidos y marginados de la sociedad.

Al reformismo se le opone la radicalización, perfumada de revolución (o de refundación, que es casi lo mismo con distinta vaina), del todo o nada, del aquí y ahora. Es el permanente antagonismo entre el voluntarismo y la realidad que impone las duras reglas de lo posible, ejercicio que al final cambia de verdad la vida de quienes esperan mejores condiciones de vida. La voluntad y la efervescencia social, desprovistas de la racionalidad que obliga a preguntarse por los medios y por los cómo se avanza en los cambios, constituye la antesala de frustraciones colectivas en quienes esperan respuestas concretas de la política. 

Es cierto que fuertes convulsiones sociales obligan a mirar lo que antes no se veía. Pero la violencia finalmente debe ceder ante las soluciones que la política, justamente remecida, ha de ofrecer. Ese es el reto mayúsculo que la clase política chilena tiene hoy ante sí, el más duro banco de prueba de su propia idoneidad que haya tenido en las últimas décadas. 

El reformismo progresista se caracteriza, en primer lugar,  como un método distinto a la acción revolucionaria, no tanto por el rechazo a la violencia, sino por el objetivo previo de la construcción del más amplio consenso político (probado mediante los instrumentos de la democracia representativa) para llevar adelante los cambios en beneficio de quienes la izquierda históricamente representa.

El reformismo formula su acción en una sociedad en permanente evolución hacia nuevas y mejores formas de vida para todos. Para el reformismo el movimiento es todo, no el final utópico de ideologías de viejo cuño. Así pues, la gradualidad de los cambios sociales forma parte esencial de la cultura reformista. La valoración de los pasos logrados y obtenidos en la lucha política, aunque a veces no sean suficientes y se interpreten como “renuncias”, es la línea que distingue al progresismo reformista de aquellos sectores conservadores o en eterna, infructuosa denuncia.

El método gradualista y reformista ha sido el medio que ha llevado a países a niveles de vida y libertad superiores en toda la extensa historia humana (las socialdemocracias europeas, por ejemplo), que hoy en Chile son referentes en justicia social y bienestar, citados inclusive por la izquierda radical que a menudo cita sus éxitos, pero no sus concepciones políticas, y que persiste en mirar con interés el discreto encanto de los desastrosos populismos de la región.

El reformismo muchas veces es contrastado y confundido con la renuncia al cambio. El reformismo progresista presupone la visión crítica del ordenamiento social y económico de Chile; sin poner en discusión de lo existente no habría nada que cambiar. Las bases y los actores del reformismo moderno no se agotan en los límites de la tradicional o nueva izquierda chilena. En Chile ha habido y hay importantes vocaciones de reformismo social que van desde el siglo XIX, hasta las inspiraciones liberales, laicas y del cristianismo progresista que han llevado a cabo grandes transformaciones y modernizaciones en el país, venciendo los conservadurismos de cada época.

Chile necesita hoy una coalición reformista, una fuerza política en condiciones de construir y consensuar un nuevo proyecto para la nación de todas y todos. Hay embriones y grupos políticos que valoran el método del reformismo político, disponibles a construir nuevas y beneficiosas realidades, no sobre restos de demolición de instituciones y expresiones culturales del pueblo chileno, sino sobre el rescate de lo bueno de su historia y, para emplear una expresión del propio Presidente Boric, desde la perspectiva de “pararse sobre los hombros de los gigantes del pasado”.

La nación chilena toda, incluidas minorías y pueblos originarios, requiere de una vigorosa alianza política y cultural reformista, capaz de denunciar las contradicciones y límites del sistema, pero también competente para superar la crisis y trazar vías estratégicas para el futuro que reclama algo más que ambigüedades, pasiones y retóricas inconcluyentes.

Y, por supuesto, que sepa cómo conciliar crecimiento e igualdad de oportunidades y bienestar común, tutelar derechos y garantizar seguridad social, varar buenas políticas públicas y acrecentar el prestigio internacional de Chile. En pocas palabras, gobernar bien.

Fredy Cancino

Profesor

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