Hace algunos días la Cámara de Diputados rechazó en general el proyecto de Reforma Tributaria presentado por el Presidente Boric, tras más de ocho meses de discusión en las distintas comisiones. Se trataba de un proyecto considerado “clave” por el Gobierno para el financiamiento de su programa. La reforma, como ha sido la tónica en los últimos años, suponía nuevamente un aumento en los impuestos, fin a los incentivos para ahorro y reinversión de las pymes y la creación de un nuevo impuesto al patrimonio.
Lamentablemente, en nuestro país pareciera que “Reforma Tributaria” es sinónimo de subir impuestos, y jamás de bajarlos. Así ha ocurrido con las últimas tres reformas. La propuesta del Presidente Boric recibió la crítica transversal de distintos economistas, y con razón: frente al complejo panorama económico del país, la fuga de capitales y la paralización del crecimiento, no parece buena receta insistir en subir la carga tributaria y seguir ahuyentando a inversionistas.
Con todo, el tema de fondo tiene que ver con la justicia. Quienes creemos que la recompensa por el trabajo o la inversión está mejor en el bolsillo de las personas que en manos de un funcionario, debemos velar siempre por una carga tributaria justa, equitativa y razonable, que permita al Estado colaborar con los sectores más vulnerables, pero que no tenga rienda suelta para el gasto en agendas político-partidistas y el aumento descontrolado de funcionarios y reparticiones públicas.
La obligación de pagar impuestos, y la potestad que tiene el Estado para cobrar tributos para el cumplimiento de sus tareas, no significa que el poder político tenga dominio sobre el patrimonio de sus ciudadanos. En la civilización occidental se ha reconocido desde antaño que el Gobierno no puede disponer de los bienes de las personas sin una causa justa y un mecanismo predefinido y para instaurar cualquier tributo se requiere un estricto criterio de justicia y del consentimiento de los que tendrán que pagar.
Lamentablemente todos los sectores políticos olvidan esto con tal de subir los impuestos. Generalmente recurren a la falacia de que más impuestos sirven para cubrir más necesidades de la población, como si la única forma de generar recursos sea aumentar la porción de lo que el Estado le quita a las personas. Y el asunto no acaba ahí.
En más de una ocasión la mayor exacción fiscal no conduce necesariamente a recaudar el dinero necesario para perseguir la realización de esas políticas públicas. No se trata de que subir impuestos sea per se injusto, pero subirlos cada tres años es una señal bastante inquietante para un orden social justo.
Por ello, es de especial relevancia hacer ver a los legisladores, especialmente a aquellos que fueron elegidos confiando que enfrentarían el abuso de las alzas de impuestos, que para el progreso social de Chile no se necesita un Estado que le cobre más a sus ciudadanos. Chile necesita un Estado que cobre lo justo, enfrentando la evasión y cualquier trampa que impida el pago, y que lo gestione bien. En definitiva, un Estado verdaderamente al servicio de las personas, eficiente y cumplidor. Un Estado que cobra más y que usa esos recursos de forma ineficiente, comete una doble agresión a las personas. Y nadie que se diga defensor de la libertad y la justicia puede admitir esto.
El debate tributario ha estado restringido a argumentos económicos y de eficiencia de gasto. Pero el tema de fondo a debatir, ausente en Chile por desgracia, es la relación entre carga tributaria y el objetivo de alcanzar la máxima realización posible de las personas y de la sociedad civil.
La auténtica justicia tributaria no está en cobrar más y cada vez más. Cualquier acuerdo tributario que no tenga eso en consideración, y que no se haga cargo del modo más razonable y realista para usar lo recaudado de forma eficiente y realmente en favor del bien común, será otra lamentable noticia para el bolsillo de los chilenos.