Si un suceso geográficamente lejano ha tenido coletazos políticos en Chile en el último tiempo, ese ha sido el reciente episodio de conflicto entre israelíes y palestinos, aún días después del cese al fuego.

De lo que tocó los terrenos político, diplomático, de la sociedad civil y de los medios, destaco una carta pública de los embajadores y jefes de misión de países de Oriente Medio y el Norte de África —apareció en El Mercurio— y las declaraciones del presidente de la Federación Palestina, Maurice Khamis.

Los diplomáticos celebraron el cese al fuego y dijeron que «ha llegado el momento de cumplir las legítimas aspiraciones de los palestinos». ¿Cómo no compartir el alivio por la pausa? ¿Cómo no sumarse al anhelo de que palestinos —e israelíes, añado enfáticamente— puedan vivir en paz y libertad? Y cómo no esperar que ambos pueblos cooperen y prosperen juntos, algo imposible cuando chocan en «la política con otros medios», como definía Clausewitz la guerra, y cuando personas separadas por la alambrada del conflicto, tantas inocentes, caen en el fuego cruzado. Pero entre otros asuntos discutibles de la misiva, uno en especial merece un alto: la validación de Hamas, una organización terrorista —así es calificada por la OEA y la Unión Europea, por ejemplo— como actor equiparable al Estado de Israel, el único democrático en muchos kilómetros a la redonda.

Khamis, por su parte, sin el tono de los profesionales diplomáticos, llamó a aplicar sanciones contra Israel y halagó a Daniel Jadue, el último chileno destacado en la lista global de antisemitas del Simon Wiesenthal Center. Y remató apoyando entusiasta, con todas sus letras, a Hamas: «Ahora, yo con Hamas, absolutamente lo apoyo, porque Hamas es un movimiento de resistencia». Se trata —esto es lo más inquietante— de la voz de una de las comunidades más valiosas, queridas, prósperas e influyentes de Chile. Porque eso son los palestinos en nuestro país.

Se pueden buscar aquí y allá responsabilidades y exponer a implacable crítica las políticas de seguridad y defensa o las acciones militares de las partes. O comparar cifras de fallecidos y competir por quién mata más y a quién matan más; hay quienes juegan con los números como en una subasta para comprar adhesiones de la opinión pública. Y se pueden apuntar errores, especialmente los inexcusables, pero nunca omitir —y menos aplaudir, porque es decisivo en la cuestión— la acción del terrorismo, que opera al margen de toda ley e institucionalidad.

Dice Cindy Combs que el terrorismo es la síntesis de guerra y teatro, una dramatización de la violencia perpetrada contra víctimas inocentes y escenificada ante una audiencia para producir miedo. Y, claro, para lograr objetivos políticos. Los terroristas —explica Harari— no piensan como generales sino como productores de teatro. El miedo es la historia principal y la desproporcionada relación entre la fuerza real de los actores y el horror que infunden es brutal.

Eso encarna Hamas. No los palestinos. Hamas… Hamas e Irán, para ser precisos, que juntos no son débiles sino una fuerza peligrosísima para toda la región, engañosamente disfrazada de «David frente a Goliat», con el perdón de David y de las virtudes que simboliza. Y fatal para un pueblo palestino que necesita salir adelante, superar la pobreza, trabajar, vivir.

Para apreciar las magnitudes, Hamas, cuya misión fundacional explícita es desaparecer a Israel y matar judíos, cometió doble crimen de guerra, primero al disparar más de 4.360 cohetes desde centros poblados en Gaza. De ellos, 680 cayeron sobre las cabezas de los propios palestinos gazatíes, matando a un número significativo pero aún no del todo claro. Y el segundo crimen es hacerlo contra la población civil israelí, que es plural y de la que forman parte, por cierto, 1,9 millones de árabes israelíes. Los atentados de Hamas asesinaron a 13 personas, que pudieron ser miles si no es porque la superioridad tecnológica defensiva de Israel, con la Cúpula de Hierro, interceptó en el aire, con 90% de efectividad, la embestida terrorista. En ejercicio del derecho a defender a la población, la respuesta fue, podría decirse, quirúrgica, contra objetivos militares como centros de comando y comunicaciones, depósitos de material bélico, 100 kilómetros de la red de túneles de Hamas e instalaciones de lanzamiento de cohetes. Más de 200 terroristas fueron neutralizados. Para reducir al mínimo posible las víctimas civiles, se avisaba a los palestinos para que se alejaran de la zona de peligro.

Cuando actúa el terrorismo, que asesina indiscriminadamente y golpea sin distinguir objetivos militares de ciudadanos corrientes… cuando martiriza a su propio pueblo y lo emplea como escudo humano, la ecuación es otra. Efectivamente, la superioridad militar israelí es abrumadora, justo lo que le compromete más, mientras le ha permitido sobrevivir en un entorno hostil, hoy algo mejorado por los Acuerdos de Abraham. Y aciertan los diplomáticos al acusar asimetría. Es, de hecho, lo que beneficia al terrorismo porque configura su estrategia natural y le hace ganar simpatías mientras la opinión pública crea que representa a los débiles, cuando en realidad los usa y expone.

El camino de la paz, la más legítima aspiración, demanda a israelíes y palestinos increíbles esfuerzos, confianza y respeto mutuo. Y le exige aún más a Israel, un Estado reconocido y consolidado, militarmente colosal, que sí puede y debe rendir cuentas porque sí juega en una escena internacional de reglas. Por eso urge para todos  —para cada país de Oriente Medio y el Norte de África, para cada voz de las comunidades— rechazar sin ambigüedades el terrorismo. Excluirlo y aislarlo… excluir y aislar a Hamas. Y así buscar la convivencia pacífica duradera que merecen dos pueblos azotados por la guerra.

Deja un comentario

Debes ser miembro Red Líbero para poder comentar. Inicia sesión o hazte miembro aquí.