El reconocimiento que ha hecho el Simon Wiesenthal Center al alcalde Daniel Jadue, destacándolo como uno de los 10 personajes antisemitas del año 2020 a escala global, hay que tomarlo muy en serio. No él, sino nosotros, los chilenos. Y más aún los demócratas.
Razones hay varias, no todas evidentes. La primera tiene que ver con que el Simon Wiesenthal Center, de aquí en adelante SWC, no es cualquier cosa. Es una organización global de derechos humanos —subráyese «derechos humanos»— que investiga y enseña sobre el Holocausto y el odio en un contexto histórico contemporáneo. El centro se dedica, pues, a enfrentar el antisemitismo y el terrorismo y a promover los derechos humanos y la dignidad. Y por esa labor está acreditada como ONG ante la Organización de las Naciones Unidas, la UNESCO, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, la Organización de los Estados Americanos, el Parlamento Latinoamericano (PARLATINO) y el Consejo de Europa.
Así, con oficinas en Los Ángeles, Estados Unidos, donde opera su central, y otras repartidas entre Nueva York, Toronto, Miami, Chicago, París, Buenos Aires y Jerusalem, el SWC es una entidad sumamente importante y respetada, algo que sus enemigos, claro, traducirían como «influyente y poderosa agencia del lobby judío y del sionismo internacional». Y por ahí los atacan para defenderse de sus señalamientos mientras intentan invalidar su función central: combatir la miseria del odio, con todas sus aberraciones. El Holocausto es una, pero no la única ni la última.
La segunda razón por la que este episodio debe importarnos, y mucho, es porque el señalado, actual burgomaestre de Recoleta, es una autoridad en ejercicio que, además, aspira a ser presidente de Chile. Nos ha costado, no solo sudor hoy, sino también lágrimas y sangre en el pasado, construir la imperfecta pero valiosa democracia que tenemos, apreciada por quien sabe y valora lo que es una democracia liberal, por supuesto. Y ninguna sociedad que se quiera a sí misma y espere un futuro de paz y libertad puede tolerar un solo segundo que una o varias de sus figuras públicas expresen y practiquen un sentimiento que hasta el día de hoy acosa y mata personas. Aquí, la vergüenza para Chile es lo de menos. Lo que preocupa es lo que implica que instituciones nuestras estén en manos de gente que carece de idoneidad ética. Si el acusado alcalde y candidato llegara a gobernar un país como el nuestro, ¿cómo trataría a los chilenos judíos?; ya tenemos una idea de cómo trataría un comunista a la disidencia y a los «enemigos de clase». ¿Cómo sería su política exterior? ¿Se acercaría, como Venezuela, a organizaciones terroristas y a teocracias criminales como Irán, que quieren «borrar a Israel del mapa». ¿Qué sería del prestigio de Chile y de sus ciudadanos?
La tercera razón golpea a quienes creen «bueno, es que esto afecta a los judíos, no a nosotros». Pues bien, el antisemitismo, según la Real Academia Española, es la muestra de hostilidad o prejuicios hacia los judíos, su cultura o su influencia, mientras la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA por sus siglas en inglés) dice que es «una cierta percepción de los judíos que puede expresarse como el odio a los judíos». Y sigue explicando que las manifestaciones físicas y retóricas del antisemitismo se dirigen a personas judías o no judías y/o a sus bienes, a las instituciones de las comunidades judías y a sus lugares de culto. Pero el punto verdaderamente central y peligroso no está en la identidad del sujeto despreciado por el antisemita, sino en el hecho de odiar a un grupo humano. Y hacerlo además por lo que es. Por eso es terrible decir que esto «afecta solo a los judíos» (y que se las arreglen ellos). Es contrario a lo que, como personas decentes, debemos considerar: el respeto, la tolerancia y la dignidad humana, sin distinciones étnicas, religiosas, culturales o de otro tipo. Así, el antisemitismo como odio a un grupo humano y la potencial disposición a liquidarlo es un problema de todos.
El lugar que el SWC le ha otorgado a Daniel Jadue en una lista tan infame, compartida para su desgracia con antisemitas de extrema derecha, por cierto, podrá lucirlo el alcalde entre radicales, violentos y gente de poca y nada vocación democrática, si es que no le fastidia en sus aspiraciones políticas. Pero a nosotros, en Chile, debería alarmarnos. Y hacernos pensar cómo hemos permitido que personas con ideologías y sentimientos incompatibles con la civilidad y los derechos humanos —el comunismo y el antisemitismo— sean más o menos populares y ocupen cargos con poder. En una democracia, donde elegimos a los líderes y les pedimos cuentas, eso dice más de nosotros como ciudadanos que del propio acusado.